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lunes, 28 de octubre de 2019

El poeta


La noche es fría. De no ser por el aguanieve que golpea los ventanales, la cafetería estaría en absoluto silencio: ya no hay clientes y la música que había programada en el reproductor ha terminado; es hora de cerrar. 
La puerta se abre de pronto y un hombre entra por ella. Va empapado, pues no lleva paraguas ni capucha. Una vez cerrada la puerta, dedica medio minuto a restregar el calzado en el felpudo y se sienta en una mesa junto a la ventana. 
-La cafetería está a punto de cerrar- le digo. 
-Mi mente también -dice él-. La diferencia es que la cafetería volverá a abrir mañana. Mi mente… ¿quién puede saberlo?
Tras un suspiro, me acerco despacio y le pregunto qué desea tomar.
-Un vaso de agua - me dice. 
-Con este tiempo, ¿no prefiere un café caliente?
-Lo prefiero, pero no tengo dinero para pagarlo. 
Asiento en silencio y le traigo el vaso de agua. Él se queda mirándolo. Como estamos solos, y no hay música, decido sentarme frente a él. 
-¿A qué se dedica? -inquiero. 
-Eso depende. Si me pregunta a mí, le diré que soy poeta. Si le pregunta a cualquier otro, le dirá que sólo soy un vago. Pero la respuesta a su pregunta dependerá de su criterio, pues es el que le otorgará la credibilidad a una u otra explicación. 
-Mi trabajo es servir café a las personas, no juzgarlas. Y aún menos si no conozco sus historias. 
-¿Acaso quiere oír la mía? -Pregunta, levantando la vista del vaso. 
-No encuentro inconveniente. 
-Le advierto que es una historia sin final; al fin y al cabo aún sigo aquí. 
-En ese caso, supuesto va a comenzar a relatar su historia, el final será el comienzo.

***

El primer amor del poeta fueron unos versos que ya había olvidado. Es una locura pensar que pueda persistir el amor sin conservar el recuerdo de lo amado, pero es ésa la clave de la poesía: extraer la esencia de las cosas, aquello que nos provoque un sentimiento que trascienda al tiempo y a la propia evanescencia de lo que nos hizo sentir. Y ¿qué es la poesía si no locura?

***

-Pero la poesía está muerta -dice el poeta- y aquél que la busque está destinado a perderse. 
-¿Por qué dices eso?

***

-Quiero ser poeta -Le dijo el poeta a su profesor de literatura. 
-Me temo que hoy en día ya no se puede vivir de las palabras -Respondió el profesor. 
-¿Por qué no?
-Porque en esta sociedad lo que impera es el consumismo. Las personas únicamente se preocupan de aquello que les sea útil para poder vivir mejor, ganar más dinero, tener más posesiones… la poesía no es útil y lo que no es útil carece de valor. 
El poeta comenzó a manifestar abiertamente su disgusto al profesor, pero éste le cortó:
-¿Por qué te molestas tanto? Al fin y al cabo la sociedad la construimos entre todos. La belleza impregna nuestros corazones para siempre, pero lo material se rompe, desaparece y se olvida. Y a pesar de esto, la belleza ha muerto y si no me crees te engañas a ti mismo. Si te doy a elegir, ¿prefieres un poemario que te haga sentir que no estás solo en la vida, o prefieres un Ferrari?
-Prefiero el poemario -Dijo el poeta. 
El profesor soltó una carcajada. Después, le puso la mano en el hombro al poeta y exclamó:
-¡Eres de lo que no hay! Y precisamente por eso nunca podrás vivir de las palabras.

***

-¿Tú que escogerías? -Me pregunta el poeta, mirándome fijamente. Me debato entre la sinceridad y la complacencia y finalmente opto por lo primero. 
-Un Ferrari -le digo. 
El poeta baja la vista al vaso, cierra los ojos, asiente. 
Después, continúa su historia.

***

El segundo amor del poeta fue una mujer. Se conocieron en la universidad y al terminar la carrera comenzaron a vivir juntos. Todas las mañanas él le decía que la amaba y, tras ello, unía la acción a la palabra. Después se sentaba en una mesa con un folio y un lápiz por toda compañía y, en silencio, vestía de versos la imaginación. 
-Tal vez no seas lo suficientemente bueno. Podrías apuntarte a algún curso -decía la mujer a veces, cuando regresaba del trabajo y contemplaba los folios arrugados por el suelo. 
-No se puede ser lo suficientemente bueno. En este mundo ya no existen los términos absolutos -decía el poeta en aquellas ocasiones-. El consumismo nos inculca que nunca estemos contentos con lo que tenemos. Siempre podríamos tener más; siempre podríamos ser mejores en lo que hacemos; siempre podríamos ser más felices de lo que somos. No importa cuánto tengas, siempre quedará en tu interior un rescoldo de insatisfacción. Y cuando no quede nadie más contra quién competir, acabas compitiendo contra ti mismo.
-¿Y eso qué tiene que ver?
-Que ese pensamiento implica que el proceso de superación acaba tendiendo a infinito. Y, en ese caso, el mero intento de ser mejor resulta carente de sentido. 
-Y ¿qué puedes hacer, entonces?
-No lo sé.

***

-Debido a mi derrotismo ella me dejó un día -dice el poeta- y no nos hemos vuelto a ver. 
-Y aunque ella haya desaparecido de tu vida -le digo- ¿Aún la recuerdas, o sólo recuerdas el amor que sentiste por ella?
-Recuerdo ambas cosas -susurra-. Por más que lo intento, no soy capaz de separarlas.

***

El poeta nunca más volvió a estar con una mujer. Desde aquel momento se dedicó únicamente a escribir. Cuando tuvo unos cuantos centenares de poemas, pensó que había llegado el momento de lanzarse a las editoriales. Todas ellas le dieron con la puerta en las narices.

***

-Antes las editoriales te pagaban a cambio de publicar tus obras -me asegura el poeta- pero ahora tú les tienes que pagar si quieres que te las publiquen. 
-¿No hay editoriales que confíen en el artista?
-Las hay, pero en la mayoría de los casos sólo lo hacen si el artista ya es famoso y ya tiene un público asegurado. Pero para comenzar necesitas dinero, y yo había pasado mi vida confiando en que para conseguir dinero sólo necesitaba comenzar. 
-Entiendo -le digo al poeta. Al contemplarlo en aquella mesa, inclinado con la mirada perdida sobre un insulso vaso de agua y contándole la historia de su vida a un completo desconocido, comprendo que estoy contemplando la imagen de la derrota personificada. 
-Recuerdo que, cuando estaba en el instituto -comienza de nuevo el poeta, tras una larga pausa-, en clase de literatura estudiábamos a los escritores de distintas generaciones. Lo hacíamos analizando sus textos y extrayendo sus inquietudes, atendiendo a cómo reflejaban en ellas el contexto de su tiempo. Y me pregunto: ¿qué estudiarán dentro de cien o doscientos años los críos cuando estudien la literatura de nuestros días? ¿Qué inquietudes van a analizar? Sólo publica quien tiene dinero. Los que de verdad tienen inquietudes que reflejar, no tienen voz. 
Consciente de que no lo voy a animar demasiado, le digo lo que realmente pienso:
-Puede que, dentro de cien o doscientos años, a los críos ya ni siquiera se les enseñe literatura.
El poeta se queda pensativo, con los brazos cruzados. Casi puedo ver sus pensamientos en el reflejo de sus pupilas sobre la inmóvil superficie del agua que tiene frente a él. 
-Sí -dice al fin-, es bastante probable que así sea.

***

El poeta vagó por el mundo hasta sentir que se había convertido en un mero extra de la película de su propia vida. Le había tocado nacer en un mundo en el que ya no había sitio para la poesía. En ningún momento nadie le dijo abiertamente que sobraba y hasta era posible que nadie lo pensase de tal manera, pero él, simplemente, lo sabía. 
Dado que no tenía dinero, durante un tiempo vagabundeó intentando intercambiar sus poesías por comida, bebida y pases de autobús. 
-¿Para qué quiero yo una poesía? -solían preguntarle. 
-Porque el dinero en sí mismo no tiene valor. No se come, no se bebe, no aporta nada a tu vida. Si yo te diera dinero, con ese dinero podrías ir a una librería y comprar un poemario. Yo te estoy ofreciendo ahorrarte ese paso, ofreciéndote algo que, a diferencia del dinero, ya posee un valor intrínseco -solía responder el poeta. 
Pero sus palabras nunca surtieron efecto. Quizá su profesor había tenido razón y fuera cierto que las palabras ya no tenían ningún valor. Y, en este mundo utilitarista, lo que no tiene valor está muerto.

***

-Y así es como he llegado aquí -me dice el poeta. 
-Voy a calentarte un café -le digo, mientras me levanto. 
-Te repito que no tengo dinero. 
-A mí puedes pagarme con un poema -El poeta me mira sorprendido. Una sombra de felicidad recorre su rostro, y una expresión torpe y forzada me indica que hace mucho tiempo que no ocurre. Tal vez ha olvidado cómo sonreír- ¿Por qué no lo escribes mientras te preparo la taza?
Desde la barra, observo cómo el poeta saca una libreta, se apoya en el respaldo de la silla y se queda observando cómo el aguanieve sigue golpeando el cristal de la ventana. Así transcurre un largo rato. Súbitamente, el poeta se inclina sobre la libreta y comienza a escribir con frenesí. 
Caliento el café más de lo normal, para darle más tiempo a que desarrolle el texto. Finalmente suelta el bolígrafo y se queda mirando la libreta, con los brazos caídos. Tras esperar un tiempo prudencial, cojo la taza de café y me acerco a la mesa. 
-No se me ocurre cómo acabar la última rima - me dice, con tono de decepción - así que no tiene final. 
-Al igual que tu historia. 
Me tiende la libreta. La poesía está escrita con una letra difícil de leer, producto de cuando nuestra mente se mueve mucho más deprisa que nuestras manos. 
Mientras se toma el café, la leo con detenimiento.

***
Gotas de nieve
golpean el cristal
que protege mi infierno.

Aroma a café
amargo y negro
(tales mis sentimientos)

La noche cae
hacia el abismo.
Me arrastra hacia dentro.

En este bar
soledad y silencio
¿Por qué aún no he muerto?

En este vacío
ya sólo queda

***

El poeta se levanta, dispuesto a marcharse. Me agradece el café, como si creyera que no me lo ha pagado. Cuando pone la mano en la puerta, le digo:
-Tal vez la rima apropiada sería "un último intento". 
-¿Te parece un buen final? -me pregunta, desde la puerta. 
-Me parece un buen comienzo.





Manuel Murillo de las Heras
Este cuento forma parte de Relatos y otros enseres de andar por casa
y fue publicado por la Revista Almiar


domingo, 20 de agosto de 2017

No se me da bien echar de menos

He de reconocer que no se me da bien echar de menos. El verano ya se ha ido, llevándose tantas cosas con él... recuerdas, recuerdas la playa, el aire lleno de salitre y promesas oscuras que se desvanecían con un beso aderezado en un quizá. A ti nunca te bastó con escribir poesía, siempre quisiste serla. Y ahora, en este parque los dos, las hojas duras de oro crujiendo bajo nuestros pies, una tácita advertencia amarga, una llamada de atención, una petición egoísta del otoño exigiendo el deletéreo olvido de un paisaje azul y blanco horadado por la miel de tu cuerpo atezado bajo el sol... hoy todo es ayer y nada es mañana.
Pero no, no, no. Porque sigues a mi lado y ¿Ves esa hoja caer? Es de las últimas que quedan en el árbol. Sí. Y qué temprano se va poniendo el sol ahora ¿verdad? cada vez duran menos las tardes.
¿Cómo era eso que decías en la arena? Ah, sí, decías que la vida era como un gran aforismo que nunca alcanzábamos a comprender del todo. A veces cazabas mariposas y, otras, te gustaba cazar verdades. A mí también me gusta atesorarlas. Es verdad que el ocaso llega todos los días pero también es verdad que siempre vuelve a llegar el alba. Es verdad que un final feliz es sólo un oxímoron aliterado y que tal vez un final triste sea una tautología, pero también es verdad que se puede encontrar el amor en Roma aunque sea lo contrario. Es verdad que lo primero que se pierde es la ausencia y lo último que se pierde es la presencia. Y es verdad que tú en mis brazos, y mis labios en los tuyos, y nuestro beso en el recuerdo y en mis recuerdos tú. Es verdad que ya va haciendo frío, que deberíamos volver a casa ¿No?
¿No?
Lo que no es verdad...
Giro la cabeza y te busco con la mirada.


A veces me gusta imaginar que aún caminas a mi lado y le hablo así a tu ausencia.






#AmoresDeVerano

lunes, 29 de mayo de 2017

El último escrito de la palabra sin nombre

Soy una palabra, una de las casi 100.000 palabras que tiene nuestro idioma, y mi nombre es Amor. Y estoy cansada. Quiero cambiarme de nombre, quiero ser otra palabra. ¿Por qué tenía que ser yo?
Estoy cansada de ser utilizada indiscriminadamente en títulos de libros, películas y canciones hasta tal punto que de tanto pronunciarla parezca perder súbitamente su significado. Me molesta que constantemente la gente busque cómo pronunciarme en otros idiomas. Si no te gusta cómo sueno en español, expresa la idea con un beso, tú que puedes, tú que eres algo más que letras. Estoy harta de que se me utilice como una excusa burda e incoherente para traicionar a los demás, alegando que en mi nombre no hay reglas y estableciendo un paralelismo con la guerra. Sí. Con la guerra. No vale todo, amigo. A mí eso no me vale.
Detesto el veneno que rezuma la pronunciación de mi nombre como la inconcebible justificación de un acto violento, de un acoso, incluso de un asesinato. Lo he hecho por amor. Y sobre todo odio que mi nombre vaya en la misma frase que un pero. La palabra pero y yo jamás nos hemos llevado bien, nuestras familias ya eran enemigas irreconciliables. Por eso odio cuando nos mezclan. Cuando insultan, cuando pegan, cuando humillan... y terminan diciendo: Pero te amo. No quiero formar parte de algo así.  
Pero lo que más odio de todo es ser cómplice pasiva de tantas mentiras en mi nombre. Tantas promesas rotas. Posiblemente sea la palabra que más veces se ha pronunciado en vano y que más veces ha sido olvidada. Me entristece enormemente la devaluación de mi concepto, una devaluación tan grande que a día de hoy hasta algunas personas creen que el amor es algo que se pueda incluso comprar con dinero. Me gustaba cuando la gente me intentaba dibujar, o pintar, o me intentaba desnudar en forma de versos sabiendo que jamás lo lograría del todo. Cuando comprendía que mi nombre era una manera de hacer las cosas y no una cosa en sí. Cuando entendían que era una forma de definir y no algo que pudiera ser definido. Ahora mi nombre se define, se señala, se compra, se explota con fines comerciales y se usa de forma tan gratuita que cualquiera cree que conoce su significado sólo porque conoce su significante. En definitiva: Yo era aquello que trascendía, aquello que era más que las palabras, y me han convertido en una palabra más.
Así que dimito. Renuncio. Me voy. Me piro. Que se encargue otra de soportar el martirio de hipocresía y desesperación que supone tener mi nombre. Yo seré otra palabra, no sé cuál, cualquiera me vale salvo ésta. Quiero ser otra palabra porque me he dado cuenta de que ya no significo lo que creía significar.  


Si alguna vez vuelves a verme, ya no me llames Amor. Si alguna vez    me vuelves a ver, sólo dame un beso. Y no me olvides.     

domingo, 30 de abril de 2017

Confesión

Soy un asesino. He acabado con cientos de vidas, miles de veces. Un asesino despiadado. He sesgado indiscriminadamente vidas de hombres, de mujeres, de ancianos y de niños. He violado su existencia y roto las promesas que aún no les había dado tiempo a cumplir. He agarrado con determinación mi cuchillo de letras y los he cortado, pinchado, rajado, degollado, desmembrado, tajado, atravesado, mutilado, lacerado, despedazado y cercenado con execrable satisfacción. He disparado mi pistola de palabras y los he acribillado, hendido, agujereado, triturado y les he desvencijado cada centímetro de su piel. He agarrado con saña, perfidia e iniquidad lo que otrora habían sido unas piernas sanas y he arrastrado el occiso cadáver página por página, mostrando su truculencia
                                              párrafo
                                                                                   por
                                                                                                                           párrafo
con una sonrisa perversa dibujada en mi rostro, pintando cada línea de rojo, de grana, tiñendo cada frase de una humedad tibia y escarlata, impregnando cada término de un sabor férreo y manchando cada verbo, envolviéndolo uno tras otro de viscosidad encarnada.  
                                                    Sonriendo
                                    porque                           sé
que                 aun                      sabiéndome                               culpable
          el                lector                          dejará                de                            leer,
cerrará                                               el                                            libro
                                                     y
o         l                     v               i                       d                a            r                         á
  t                           o                    d                    a                                      s
        l                                 a                                                     s
g                           o
                                                    t                          a                           s
                                                                                                    d                     e
      s                                      a                                            n               

                          g                                                         r                                             
                
                                                                                          
                                                                                                
e








                                                                 
 .









Manuel Murillo de las Heras

jueves, 27 de abril de 2017

Bola 8

Jaime miró la negra y tuvo la impresión de que ésta incluso le devolvía la mirada. La partida se decidía, probablemente, en aquel tiro. Se puso tras la blanca y apoyó suavemente el taco sobre su pulgar arqueado, buscando el ángulo, buscando con éste a la negra como un francotirador escruta la ciudad buscando su objetivo en lo alto de un terrado. Tomó aire, tratando de acompasar la respiración. Hasta la vibración incontrolada de los pulmones podía provocar una variación del ángulo que erraría el tiro. Dejó de mirar el taco y posó la mirada en la bola 8. Su negrura esférica rompía de forma abrupta la plácida y lisa monotonía verde de la mesa. Su superficie era brillante y, en ella, Jaime podía verse reflejado como una sombra agazapada, un oscuro trasunto convexo y confuso de la inseguridad. La suavidad pulida del taco recorría centímetros en la piel de sus dedos una y otra vez, indecisa.

-¿Sabes, Jaime? - susurró Abel, sentado tras él. Su voz llegó a los oídos de Jaime a duras penas, tropezando las palabras en el entrechocar de vasos y el ronco recorrido de los taburetes en el áspero suelo del bar - Hay en este mundo dos tipos de personas: Las que mienten a los demás y las que se mienten a ellas mismas.

-¿A cuál de ellas perteneces tú, Abel? - Dijo Jaime entre dientes, su mirada fija aún en la bola negra.

-Es curioso - musitó Abel. Jaime no lo veía, pero el tono de su voz poseía la característica entonación que adquiere cuando ha escapado de unos labios que sonríen -, yo iba a preguntarte lo mismo.

La negra en sus ojos y en sus ojos la mirada que una vez contempló la vida como si ésta fuese a durar para siempre. El taco en sus dedos, y sus dedos en sus manos y en sus manos el etéreo recuerdo del cuerpo tibio y dulce de una mujer a la que habían acariciado con la tranquilidad de creer que podrían amarse por siempre. El miedo en su rostro, y en su rostro las mejillas y en su mejilla una lágrima que terminó por caer al suelo en un adiós húmedo y precipitado. Y el tiro en su acto y en su acto el error de quien cree que podrá repetirlo una vez más. De quien ha vivido acostumbrado a las oportunidades. De quien se ha engañado a sí mismo. El taco golpeó la blanca y la blanca la negra y la negra la garganta del agujero. Del agujero equivocado.

-Has fallado - dijo una voz a su espalda. Jaime se irguió lentamente.

-Lo sé - musitó. Entonces metió una mano en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó el pequeño revólver de cinco balas, girándose hacia atrás con rapidez y buscando a Abel con el cañón de su arma como unos segundos atrás había buscado el ángulo preciso con el taco de madera.

El sonido del disparo inundó por completo el local, algunos vasos cayeron de las manos sorprendidas de los parroquianos y se hicieron mil pedazos en el suelo. Cuando todo el mundo hubo mirado al sitio en el que se había producido la detonación, Jaime se desangraba ya sobre la mesa tiñendo su verdor de grana con el chorreante calor que manaba de su vientre y Abel guardaba ya el arma con la que había estado apuntado a Jaime antes siquiera de que él hubiera golpeado la bola.

-Parece que la duda queda resuelta. Supongo que podríamos haber terminado llevándonos bien - fue todo cuanto dijo. 

jueves, 1 de septiembre de 2016

Soledad compartida.

A un lado de la carretera, bajo el truculento sol estival, aún sigo pensando en ti. Tengo hambre, pero no pienso en comida. Tengo sed, pero no pienso en agua. Pienso en ti no porque quiera, sino porque no puedo evitarlo. Rememorarte evoca en mi mente recuerdos tan letíficos como infaustos.

El asfalto, caliente con la luz del medio día, hace arrastrar su ardor por la brisa muerta, subiendo a la altura de mi cabeza y provocando que hasta respirar me resulte un desafío. Aún así, sigo absorto en mis remembranzas. Hay un pensamiento muy reiterado. En concreto, es una pregunta. Mientras camino por el asfalto abrasador, quemándome la piel desnuda, no dejo de imaginarte delante de mí, mientras te hago esa pregunta con la mirada:

¿Por qué me has abandonado?

Yo te quería. Y te sigo queriendo. Y creo que siempre te lo he demostrado. Te decía que te quería cuando iba tras la pelota y te la traía de vuelta. Te lo decía cuando me pasaba un cuarto de hora saltando a tu alrededor cada vez que entrabas por la puerta de casa, aunque sólo hubieras estado fuera cinco minutos. Te lo decía cuando movía el rabo al oírte pronunciar mi nombre. Te lo decía cuando me pegabas y, a los pocos minutos, volvía a sentarme a tu lado. Y te lo digo ahora, que a pesar de que me has abandonado sigo sin poder controlar el meneo de mi cola al recordar tu voz. Y eso es lo más terrible de todo. Lo peor no es que me hayas abandonado; lo peor es que no soy capaz de odiarte a pesar de ello.

Si después de todo lo que he sufrido te viera aparecer al girar la carretera, aunque supiera que ibas a pegarme, aunque supiera que me ibas a abandonar de nuevo, no podría evitar lanzarme hacia ti para darte un abrazo, entre ladridos de alegría, y cubrirte el rostro a lametones una vez te hubiera alcanzado.

Los seres humanos tenéis una ventaja muy importante sobre nosotros: sois capaces de olvidar. Por eso sé que no estarás ahí cuando gire la carretera.

Y, como yo no soy capaz de enterrar nada en el olvido como siempre pude enterrar mis juguetes en la tierra, lo único que puedo hacer mientras me voy consumiendo poco a poco en este mundo hostil es pensar en ti.

***

Volvía del pueblo a la ciudad, caminando, cuando lo vi en lontananza al girar la carretera en uno de esos días en los que hace tanto calor que te preguntas, con esperanza, si morirás pronto. A él lo había echado de casa su familia y a mí el banco. Pero ambos compartíamos algo en común: No teníamos nada que compartir. Desde entonces, por esa razón, lo compartimos todo. 

Al ver mi silueta levantó el morro y arqueó las orejas, pero al fijarse mejor en mí volvió a bajar la vista y comenzó a caminar de nuevo, cabizbajo. Cuando pasé a su lado no volvió a mirarme. Su caminar era torpe, a ojos vistas estaba exhausto. Su lengua, reseca, le colgaba en apariencia inerte a un lado de la boca. Al ver su mirada perdida tuve la absurda impresión de que se encontraba sumido en sus propios pensamientos.  

Vertí un poco de agua de mi botella de 250ml en la concavidad de la palma de mi mano y le silbé. Nada más ver el brillo acudió de inmediato. Estuvo lamiéndome la mano aún cuando ya no quedaba nada de agua, impidiéndome verter más. Su collar me indicó que otrora había tenido dueño, probablemente alguien que en ese momento andaba muy lejos de allí. Alguien que ni siquiera se merecía las insulsas gotas de agua que aquel perro estaba lamiendo como si se tratara del sueño de su vida. Le di un poco más, y lo acaricié. Él me respondió con un ladrido. Os parecerá una tontería, pero juraría que con ese ladrido intentó decirme algo. Algo alegre, a juzgar por su tonalidad. Así fue como nos conocimos.


Hogaño nos limitamos a vivir como podemos, día a día. Yo toco la armónica en la calle, intercambiando notas por la buena voluntad de aquellas generosas personas que o bien se enamoran de la melodía o bien sienten lástima de mí. Cuando me alcanza el dinero, compro una barra de pan y le doy a él la mitad. Siempre se la come con calma, a mi lado, porque sabe que no se la voy a arrebatar.

De vez en cuando se sienta un poco alejado de mí y se queda contemplando, absorto, la esquina de la calle por la que no para de salir gente, cada uno con su propia vida y sus particulares problemas. Aunque han pasado años, sigue haciéndolo todos los días. Como si esperase a alguien, como si aguardara que después de tanto tiempo una persona a quien aún no ha olvidado fuese a aparecer por esa esquina y a dirigirse a él, para llevarlo de nuevo a una vida con unos problemas seguramente muy distintos a los que tenía la mía.

En esos momentos lo llamo con un silbido y él acude a mí sin dudarlo dos veces, meneando el rabo, y se sienta a mi lado lo suficientemente cerca como para que lo pueda abrazar.

En esos instantes, a pesar de que lo que tenga en el bolsillo no me llegue ni para comprar otra barra de pan, me siento rico.