La noche es fría. De no ser por el aguanieve
que golpea los ventanales, la cafetería estaría en absoluto silencio: ya no hay
clientes y la música que había programada en el reproductor ha terminado; es hora
de cerrar.
La puerta se abre de pronto y un hombre
entra por ella. Va empapado, pues no lleva paraguas ni capucha. Una vez cerrada
la puerta, dedica medio minuto a restregar el calzado en el felpudo y se sienta
en una mesa junto a la ventana.
-La cafetería está a punto de cerrar- le
digo.
-Mi mente también -dice él-. La diferencia
es que la cafetería volverá a abrir mañana. Mi mente… ¿quién puede saberlo?
Tras un suspiro, me acerco despacio y le
pregunto qué desea tomar.
-Un vaso de agua - me dice.
-Con este tiempo, ¿no prefiere un café
caliente?
-Lo prefiero, pero no tengo dinero para
pagarlo.
Asiento en silencio y le traigo el vaso de
agua. Él se queda mirándolo. Como estamos solos, y no hay música, decido
sentarme frente a él.
-¿A qué se dedica? -inquiero.
-Eso depende. Si me pregunta a mí, le diré
que soy poeta. Si le pregunta a cualquier otro, le dirá que sólo soy un vago.
Pero la respuesta a su pregunta dependerá de su criterio, pues es el que le
otorgará la credibilidad a una u otra explicación.
-Mi trabajo es servir café a las personas,
no juzgarlas. Y aún menos si no conozco sus historias.
-¿Acaso quiere oír la mía? -Pregunta,
levantando la vista del vaso.
-No encuentro inconveniente.
-Le advierto que es una historia sin final;
al fin y al cabo aún sigo aquí.
-En ese caso, supuesto va a comenzar a
relatar su historia, el final será el comienzo.
***
El primer amor del poeta fueron unos versos
que ya había olvidado. Es una locura pensar que pueda persistir el amor sin
conservar el recuerdo de lo amado, pero es ésa la clave de la poesía: extraer
la esencia de las cosas, aquello que nos provoque un sentimiento que trascienda
al tiempo y a la propia evanescencia de lo que nos hizo sentir. Y ¿qué es la
poesía si no locura?
***
-Pero la poesía está muerta -dice el poeta- y aquél que la busque está destinado a perderse.
-¿Por qué dices eso?
***
-Quiero ser poeta -Le dijo el poeta a su
profesor de literatura.
-Me temo que hoy en día ya no se puede vivir
de las palabras -Respondió el profesor.
-¿Por qué no?
-Porque en esta sociedad lo que impera es el
consumismo. Las personas únicamente se preocupan de aquello que les sea útil
para poder vivir mejor, ganar más dinero, tener más posesiones… la poesía no es
útil y lo que no es útil carece de valor.
El poeta comenzó a manifestar abiertamente
su disgusto al profesor, pero éste le cortó:
-¿Por qué te molestas tanto? Al fin y al
cabo la sociedad la construimos entre todos. La belleza impregna nuestros
corazones para siempre, pero lo material se rompe, desaparece y se olvida. Y a
pesar de esto, la belleza ha muerto y si no me crees te engañas a ti mismo. Si
te doy a elegir, ¿prefieres un poemario que te haga sentir que no estás solo en
la vida, o prefieres un Ferrari?
-Prefiero el poemario -Dijo el poeta.
El profesor soltó una carcajada. Después, le
puso la mano en el hombro al poeta y exclamó:
-¡Eres de lo que no hay! Y precisamente por
eso nunca podrás vivir de las palabras.
***
-¿Tú que escogerías? -Me pregunta el poeta,
mirándome fijamente. Me debato entre la sinceridad y la complacencia y
finalmente opto por lo primero.
-Un Ferrari -le digo.
El poeta baja la vista al vaso, cierra los
ojos, asiente.
Después, continúa su historia.
***
El segundo amor del poeta fue una mujer. Se
conocieron en la universidad y al terminar la carrera comenzaron a vivir
juntos. Todas las mañanas él le decía que la amaba y, tras ello, unía la acción
a la palabra. Después se sentaba en una mesa con un folio y un lápiz por toda
compañía y, en silencio, vestía de versos la imaginación.
-Tal vez no seas lo suficientemente bueno.
Podrías apuntarte a algún curso -decía la mujer a veces, cuando regresaba del
trabajo y contemplaba los folios arrugados por el suelo.
-No se puede ser lo suficientemente bueno.
En este mundo ya no existen los términos absolutos -decía el poeta en
aquellas ocasiones-. El consumismo nos inculca que nunca estemos contentos con
lo que tenemos. Siempre podríamos tener más; siempre podríamos ser mejores en
lo que hacemos; siempre podríamos ser más felices de lo que somos. No importa
cuánto tengas, siempre quedará en tu interior un rescoldo de insatisfacción. Y
cuando no quede nadie más contra quién competir, acabas compitiendo contra ti
mismo.
-¿Y eso qué tiene que ver?
-Que ese pensamiento implica que el proceso
de superación acaba tendiendo a infinito. Y, en ese caso, el mero intento de
ser mejor resulta carente de sentido.
-Y ¿qué puedes hacer, entonces?
-No lo sé.
***
-Debido a mi derrotismo ella me dejó un día
-dice el poeta- y no nos hemos vuelto a ver.
-Y aunque ella haya desaparecido de tu vida
-le digo- ¿Aún la recuerdas, o sólo recuerdas el amor que sentiste por ella?
-Recuerdo ambas cosas -susurra-. Por más
que lo intento, no soy capaz de separarlas.
***
El poeta nunca más volvió a estar con una
mujer. Desde aquel momento se dedicó únicamente a escribir. Cuando tuvo unos
cuantos centenares de poemas, pensó que había llegado el momento de lanzarse a
las editoriales. Todas ellas le dieron con la puerta en las narices.
***
-Antes las editoriales te pagaban a cambio
de publicar tus obras -me asegura el poeta- pero ahora tú les tienes que
pagar si quieres que te las publiquen.
-¿No hay editoriales que confíen en el
artista?
-Las hay, pero en la mayoría de los casos
sólo lo hacen si el artista ya es famoso y ya tiene un público asegurado. Pero
para comenzar necesitas dinero, y yo había pasado mi vida confiando en que para
conseguir dinero sólo necesitaba comenzar.
-Entiendo -le digo al poeta. Al contemplarlo
en aquella mesa, inclinado con la mirada perdida sobre un insulso vaso de agua
y contándole la historia de su vida a un completo desconocido, comprendo que
estoy contemplando la imagen de la derrota personificada.
-Recuerdo que, cuando estaba en el instituto
-comienza de nuevo el poeta, tras una larga pausa-, en clase de literatura
estudiábamos a los escritores de distintas generaciones. Lo hacíamos analizando
sus textos y extrayendo sus inquietudes, atendiendo a cómo reflejaban en ellas
el contexto de su tiempo. Y me pregunto: ¿qué estudiarán dentro de cien o
doscientos años los críos cuando estudien la literatura de nuestros días? ¿Qué
inquietudes van a analizar? Sólo publica quien tiene dinero. Los que de verdad
tienen inquietudes que reflejar, no tienen voz.
Consciente de que no lo voy a animar
demasiado, le digo lo que realmente pienso:
-Puede que, dentro de cien o doscientos
años, a los críos ya ni siquiera se les enseñe literatura.
El poeta se queda pensativo, con los brazos
cruzados. Casi puedo ver sus pensamientos en el reflejo de sus pupilas sobre la
inmóvil superficie del agua que tiene frente a él.
-Sí -dice al fin-, es bastante probable
que así sea.
***
El poeta vagó por el mundo hasta sentir que
se había convertido en un mero extra de la película de su propia vida. Le había
tocado nacer en un mundo en el que ya no había sitio para la poesía. En ningún
momento nadie le dijo abiertamente que sobraba y hasta era posible que nadie lo
pensase de tal manera, pero él, simplemente, lo sabía.
Dado que no tenía dinero, durante un tiempo
vagabundeó intentando intercambiar sus poesías por comida, bebida y pases de
autobús.
-¿Para qué quiero yo una poesía? -solían
preguntarle.
-Porque el dinero en sí mismo no tiene
valor. No se come, no se bebe, no aporta nada a tu vida. Si yo te diera dinero,
con ese dinero podrías ir a una librería y comprar un poemario. Yo te estoy
ofreciendo ahorrarte ese paso, ofreciéndote algo que, a diferencia del dinero,
ya posee un valor intrínseco -solía responder el poeta.
Pero sus palabras nunca surtieron efecto.
Quizá su profesor había tenido razón y fuera cierto que las palabras ya no
tenían ningún valor. Y, en este mundo utilitarista, lo que no tiene valor está
muerto.
***
-Y así es como he llegado aquí -me dice el
poeta.
-Voy a calentarte un café -le digo,
mientras me levanto.
-Te repito que no tengo dinero.
-A mí puedes pagarme con un poema -El poeta
me mira sorprendido. Una sombra de felicidad recorre su rostro, y una expresión
torpe y forzada me indica que hace mucho tiempo que no ocurre. Tal vez ha
olvidado cómo sonreír- ¿Por qué no lo escribes mientras te preparo la taza?
Desde la barra, observo cómo el poeta saca
una libreta, se apoya en el respaldo de la silla y se queda observando cómo el
aguanieve sigue golpeando el cristal de la ventana. Así transcurre un largo
rato. Súbitamente, el poeta se inclina sobre la libreta y comienza a escribir
con frenesí.
Caliento el café más de lo normal, para
darle más tiempo a que desarrolle el texto. Finalmente suelta el bolígrafo y se
queda mirando la libreta, con los brazos caídos. Tras esperar un tiempo
prudencial, cojo la taza de café y me acerco a la mesa.
-No se me ocurre cómo acabar la última rima
- me dice, con tono de decepción - así que no tiene final.
-Al igual que tu historia.
Me tiende la libreta. La poesía está escrita
con una letra difícil de leer, producto de cuando nuestra mente se mueve mucho
más deprisa que nuestras manos.
Mientras se toma el café, la leo con detenimiento.
Mientras se toma el café, la leo con detenimiento.
***
Gotas
de nieve
golpean el cristal
que protege mi infierno.
golpean el cristal
que protege mi infierno.
Aroma
a café
amargo y negro
(tales mis sentimientos)
amargo y negro
(tales mis sentimientos)
La
noche cae
hacia el abismo.
Me arrastra hacia dentro.
hacia el abismo.
Me arrastra hacia dentro.
En
este bar
soledad
y silencio
¿Por
qué aún no he muerto?
En
este vacío
ya sólo queda
ya sólo queda
***
El poeta se levanta,
dispuesto a marcharse. Me agradece el café, como si creyera que no me lo ha
pagado. Cuando pone la mano en la puerta, le digo:
-Tal vez la rima
apropiada sería "un último intento".
-¿Te parece un buen
final? -me pregunta, desde la puerta.
-Me parece un buen
comienzo.
Manuel Murillo de las Heras
Este cuento forma parte de Relatos y otros enseres de andar por casa
y fue publicado por la Revista Almiar
y fue publicado por la Revista Almiar
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