lunes, 18 de noviembre de 2019

¿Qué tienen en común las banderas, los memes y las piezas de ajedrez?


Un brevísimo ensayo sobre la relevancia del discurso y el lenguaje en la construcción de significados arbitrarios.



"Bueno es saber que los vasos nos sirven para beber;
lo malo es que no sabemos para qué sirve la sed" - Antonio Machado


En algunos pueblos del Tíbet no existe la palabra culpabilidad y tampoco existe su concepto. Por ende, cuando alguien comete un error que desemboca en cualquier tipo de daño o perjuicio, no teme que los demás le juzguen, porque no hay un concepto para ello. De este modo, no intentará "escurrir el bulto", sino que reaccionará intentando reparar su error inmediatamente. Es curioso cómo una pequeña diferencia en el lenguaje puede provocar una alteración de patrones sociales tan enorme.
Las palabras son conjuntos de símbolos inertes, carentes de un significado implícito. Su significado se construye y se consensúa socialmente como herramienta útil en pro de la comunicación, pero ¿pueden adquirir los símbolos, de manera independiente, un significado igualmente influyente? Tomaré como ejemplo ilustrativo (nunca mejor dicho) las banderas. La bandera es una imagen formada, habitualmente, por un conjunto de colores dispuestos en un orden determinado. Estas imágenes pueden ser representadas en pedazos rectangulares de tela, en papel o en soporte digital. No significan nada para quien las ve hasta que alguien no le enseña a esa persona el significado que se ha consensuado. Desde entonces, viendo una bandera y examinando rápidamente la forma de sus colores, una persona puede decidir no bañarse en la playa para preservar su integridad física, puede saber que la carrera ha terminado, puede saber si el avión aterrizará o continuará el vuelo, puede notar una mezcolanza de rabia y rechazo y puede también llevarse una mano al pecho y llorar mientras entona su himno nacional. Las banderas son, pues, símbolos inertes que funcionan como intermediarios entre un discurso previamente elaborado y admitido y un receptor. Me resulta especialmente interesante el hecho de que estos símbolos consigan no sólo transmitir un mensaje de una determinada utilidad (como en los aeropuertos y en las playas), sino que también consigan elicitar sentimientos intensos a un nivel individual y hasta, en algunos casos, llegar a formar parte de la identidad de la persona.
Que objetos objetivamente (valga la redundancia) carentes de significado provoquen sentimientos que no responden a una causalidad inherente al objeto en sí o a nuestra naturaleza biológica no es algo exclusivo de las banderas. Tomemos el ejemplo de las piezas de ajedrez. Son pequeños objetos que a primera vista no sirven para nada para lo que no serviría un guijarro o un premio del roscón de Reyes, pero tienen una función gracias a un discurso previo que nos hace interactuar con ellas de una determinada manera. Cada pieza tiene en el tablero un lugar específico y este lugar, así como el movimiento que cada una de las piezas puede realizar, viene dado por una serie de reglas que uno debe conocer si quiere ser partícipe del juego. La elaboración de estas reglas discursivas puede hacer que una persona se sienta humillada, estúpida y miserable cuando, de pronto, su oponente en el juego mueve una pieza un par de centímetros. Una pieza inofensiva de madera o de plástico del tamaño de un dedo del pie que se desplaza unos centímetros nos hará sentir, según la disposición del tablero, amenazados, ansiosos y acorralados. En cambio, la persona que ha realizado el pequeño movimiento de muñeca para colocar una pieza se sentirá satisfecho, realizado y lleno de júbilo. Todo esto gracias al recuerdo de la elaboración discursiva de unas reglas y también a la anticipación de dos constructos de nuestro lenguaje: La victoria y la derrota.
La victoria y la derrota son conceptos curiosos que unen tanto al ajedrez como a las banderas porque, si estos dos conceptos no se hallaran presentes en nuestro lenguaje, puede que ni las fichas ni las banderas existieran. Tendrían tanto sentido como avergonzarse de un error en el Tíbet.
Las banderas y el ajedrez, por tanto, tienen como raíz común que su significado es por entero una construcción social y, por tanto, su función dependerá de la cultura. Esto ocurre también con los memes. No el concepto de meme del que hablaba Richard Dawkins, sino del meme humorístico de internet. El meme es particularmente interesante como fenómeno de construcción social precisamente porque no es posible explicar qué es un meme. No es posible su definición porque su significado se halla en constante cambio. Al principio eran imágenes, luego eran textos, luego imágenes combinadas con textos, posteriormente vídeos, vídeos con texto, vídeos con un mensaje, vídeos sin ningún tipo de mensaje, imágenes que no tienen ninguna gracia ni estructura humorística pero alguien, al definirlas como meme, hace que la tengan, etc. La clave que une a todos los memes es que hacen referencia a algo que tiene algún sentido en la actualidad, pero que en ocasiones no es algo humorístico por sí mismo. Podríamos decir que el humor no crea el concepto de meme, sino que el concepto de meme crea un nuevo tipo de humor. Podemos tomar como ejemplo una fotografía de Julio Iglesias señalando a cámara. Julio Iglesias no es un humorista, su cara no es especialmente graciosa y la fotografía no tiene ningún tipo de ingenio. Sin embargo, acompañando la imagen de un mensaje y haciéndola circular por las redes sociales, rápidamente la imagen se transforma por sí misma en algo humorístico. Nacen aplicaciones para generar memes de Julio Iglesias, aplicaciones para poner el rostro de Julio Iglesias a una de tus fotografías, cientos de variaciones de la frase original adaptándolo a cualquier tema de actualidad en tono jocoso...
Otro ejemplo puede ser un vídeo abstracto que en apariencia no tenga ningún sentido ni argumento ni lógica. Sólo un derroche de efectos e imágenes generadas por ordenador acompañadas de algún tipo de música. Cualquier persona, al ver ese tipo de vídeo, diría: "¿Pero qué demonios es esto?", apartaría la vista y pasaría a otra cosa. Pero ocurre que si ese mismo vídeo es posteado por una página de Facebook llamada "Memes", el vídeo automáticamente se transforma en algo gracioso porque al haber sido posteado como un meme se ha convertido en uno. Y por tanto, de pronto el vídeo resulta gracioso porque no tiene sentido ni argumento ni lógica y sólo es un derroche de efectos e imágenes generadas por ordenador acompañadas de música. Nada en el vídeo ha cambiado, tan sólo el significado que se le ha decidido dar. Así, los memes nacen de la nada y se reproducen creando risas que no sabemos bien cómo explicar. Después se olvidan y dan paso a una nueva generación de memes. El meme es un concepto en constante reciclaje, pero perdura porque debe ser gracioso, y las fichas de ajedrez y las banderas perduran porque alguien debe ganar y alguien debe perder. No significan nada por sí mismos, pero, gracias a nuestras elaboraciones discursivas que convergen a través de ellos, consiguen hacernos sentir emociones tan complejas como el miedo, el orgullo, el llanto y la risa. 
Tal vez por ello lo construyamos.




Manuel Murillo de las Heras

Enero de 2017

martes, 5 de noviembre de 2019

Niveles de interacción entre realidad y ficción


Los distintos niveles de interacción entre realidad y ficción
Manuel Murillo de las Heras

Este ensayo no trata sobre metaliteratura ni pretende entrar en los debates filosóficos sobre qué es realidad y qué es ficción, o sobre cómo diferenciar lo uno de lo otro. Toma prestados los conceptos más comunes de ambos términos. Incluso podríamos definirlos, jugando un poco con la lengua, de la siguiente manera: realidad como no-ficción y ficción como no-realidad. Sin embargo, esto no deja de ser un juego lingüístico que no debe ser tomado en serio, ya que realidad y ficción no son términos mutuamente excluyentes. Su interacción transcurre en varios niveles, y son todas estas diferentes interacciones entre realidad y ficción las que me propongo analizar a lo largo de este texto.

Primer nivel: Interacción básica.
La interacción que existe en este nivel es la que inevitablemente se desprende de la mera existencia de la ficción dentro de la realidad. La ficción interactúa con la realidad, por ejemplo, cuando una persona lee un libro, incluso cuando experimenta una emoción real gracias a esa simple ficción, o cuando dos personas hablan sobre un libro o una película que han leído o han visto. La realidad interactúa con la ficción porque inevitablemente debe tomar elementos prestados de la misma para poder existir como, por ejemplo, el lenguaje en el que está escrita, o, en un nivel algo superior, determinadas áreas del saber (por ejemplo, leyes físicas en una novela de ciencia ficción) o, incluso (y aquí, dependiendo de su implicación, los límites se vuelven difusos con el segundo nivel), localizaciones geográficas.

Segundo nivel: Ficción histórica.
Los elementos que la ficción toma de la realidad no son sólo los necesarios para su mera existencia, sino también acontecimientos o personas. A partir de estos elementos extraídos de la realidad se construye una ficción, que puede desviarse de la realidad histórica en mayor o menor medida dependiendo del autor. Hay multitud de novelas de este género, así como también cuentos (“Reunión”, de Julio Cortázar; “El eclipse”, de Augusto Monterroso).
La ficción puede tomar, de la realidad, tres cosas: contexto histórico, personajes históricos y hechos históricos y, por lo común, las obras de ficción histórica suelen incluir las tres. Ejemplo de una obra que sólo incluya el contexto histórico es, por ejemplo, “Por quién doblan las campanas”, de Ernest Hemingway. Los personajes son inventados y, por tanto, los actos que realizan también lo son. El contexto histórico (en este caso, la guerra civil española) es un telón de fondo que se utiliza para contar una historia sobre unas relaciones ficticias entre personajes ficticios. Por otro lado, es raro encontrar una obra que incluya personajes históricos sin incluir su contexto, ya que lo último se puede disociar de lo primero, pero no al revés. Ahora bien, sí existen las historias en las que se dé un contexto histórico y unos personajes históricos y, sin embargo, no se den hechos históricos o los hechos supuestamente históricos en realidad sean falsos, o, dicho de otro modo, pura ficción. Por poner ejemplos alejados de la literatura, mencionaré dos sacados del cine: “Malditos bastardos” y “Érase una vez en Hollywood”. En ambas películas, escritas por Quentin Tarantino, se da un contexto y unos personajes reales, pero cambian por completo los acontecimientos históricos que tuvieron lugar. Cuando esto ocurre, hablamos de ficción ucrónica. En ocasiones, la línea entre la ficción y la realidad en lo que se refiere a contexto, personajes y hechos se vuelve difusa. Ejemplo de ello son los cuentos de Borges, llenos de referencias históricas y fechas, muchas de ellas inventadas, y de personajes históricos que interactúan con otros que no lo son.

Tercer nivel: La ficción invade la realidad dentro de la ficción.
Quizá el ejemplo más claro de esto sea el cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, de Borges. En este cuento se habla de unos supuestos acontecimientos reales (habla de sí mismo y de su amigo, Bioy Casares –quien escribió otra obra en la que también se alcanza este nivel de interacción, “La invención de Morel” –) que en realidad son ficticios. En esta supuesta realidad ficticia los personajes dialogan, visitan bibliotecas e investigan acerca de una enciclopedia. Tal enciclopedia, que existe en la realidad ficticia, habla de un mundo completamente inventado. Ese mundo es la ficción dentro de la ficción. Pues bien, al final del cuento, algunos de los objetos de ese mundo inventado empiezan a aparecer en la realidad de los personajes. Es decir, la ficción dentro de la ficción entra en el plano de la realidad ficticia, interactúa directamente con ella, la invade. En un menor nivel podríamos poner de ejemplo, también, “El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha”, de Miguel de Cervantes. En esta obra también hay una realidad ficticia (donde habita Alonso Quijano) y una ficción dentro de la ficción (las novelas caballerescas que lee Alonso Quijano), y Alonso Quijano se ve invadido por ellas, de manera que esta ficción dentro de la ficción nuevamente invade la realidad ficticia (aunque, en esta ocasión, sólo en la subjetividad del protagonista). Pero si hay otro buen ejemplo de esto es, sin duda, “Continuidad de los parques”, de Julio Cortázar. En este brevísimo cuento, un personaje lee una novela sobre un asesino que lo mata mientras lee dicha novela.

Cuarto nivel: La ficción apela a la realidad.
Al apelar a la realidad, la ficción se vuelve, en cierto modo, dependiente de que, en la realidad, esta apelación surta efecto. Ésta puede ser más o menos evidente. El ejemplo más evidente de todos es el librojuego. Un librojuego te indica, al principio del libro (a modo de instrucciones de lectura), que tú, como lector, debes tomar las decisiones de los protagonistas (normalmente señaladas al final de cada capítulo). Dependiendo de la opción que escojas, el libro te indicará que sigas leyendo por una página o por otra y, por tanto, serás el responsable del final de la historia (el libro en sí, como objeto, contiene muchos finales posibles para la historia, pero llegar a uno depende de ti). Rechazar estas indicaciones convertiría al libro en algo caótico y sin sentido ni coherencia.
Existe, sin embargo, otro ejemplo de un libro con instrucciones pero que, a pesar de tenerlas, también te invita a saltártelas. Hablo de la novela “Rayuela”, de Julio Cortázar, en la que, al principio del libro, hay unas instrucciones con un orden sugerido para leer los capítulos, otro orden diferente que incluye algunos capítulos más y que aporta otras cosas a la novela y, por último, una indicación de que también puedes leer los capítulos en el orden que prefieres creando, así, una novela distinta.
A esto le siguen ejemplos de apelaciones menos evidentes, como libros escritos en segunda persona (“Aura”, de Carlos Fuentes) o libros de una estructura más o menos compleja que impiden a la historia contarse por sí sola y requieren de un esfuerzo extra por parte del lector (“La casa de hojas” de Mark Z. Danielewski o “Los detectives salvajes” de Roberto Bolaño).
El ejemplo de apelación más sutil de todas es cuando no hay apelación explícita ni tampoco una estructura compleja, pero aun así se involucra al lector. Ahora mismo, el ejemplo que me viene a la mente es “Crónica de una muerte anunciada”, de Gabriel García Márquez. En esta novela se dice en la primera línea que van a matar a Santiago Nasar en algún momento del libro. Al tratarse sólo de ficción, y estar avisado ya de lo que va a ocurrir, puedes impedir que ocurra el asesinato simplemente dejando de leer tras ver lo que hay escrito en la primera línea. En cambio, continuar con la lectura te convierte en cómplice. Esta idea del espectador cómplice también está desarrollada, de forma mucho más evidente, en (volviendo de nuevo al cine) “Funny Games” de Michael Haneke.

Quinto nivel: La realidad modifica la ficción.
El ejemplo más simple es la censura, que puede darse por muchos motivos. Ejemplificando cómo la censura parcial puede modificar la ficción (aparte de, sencillamente, eliminarla), me remitiré de nuevo al cine, concretamente a la película “Die fetten Jahre sind vorbei”, escrita por Hans Weingartner. Lo que ocurre con esta cinta es que tiene una secuencia final que algunos países recortaron y otros países no. Esta secuencia final es clave para definir a uno de los personajes que aparecen en la cinta y, dependiendo de la versión que visualices, el personaje habrá sido despreciable o el personaje habrá sido muy bueno.
Ahora bien, ¿puede la realidad modificar la ficción sin censurar? Sí. De momento no se me ocurren ejemplos de esto (modificaré esta parte cuando dé con uno), así que pondré, como muestra, un cuento que yo mismo escribí. Este cuento trata de un chaval que debe escribir un cuento para un certamen, pero no sabe sobre qué hacerlo, y relata cómo, mientras lo piensa, pasa el día con una amiga de la que está enamorado. Su conflicto: es tan tímido que jamás se atrevería a decírselo directamente. Al final, resuelve escribir el relato describiendo el día que pasó con ella (que sin duda su amiga reconocería en cuanto lo leyera), incluyendo su propio conflicto de estar enamorado y no poder decirlo. Esto significa que si el cuento ganaba el certamen, al seguir ella sus publicaciones, lo leería y sabría que él estaba enamorado. Si no lo ganaba, en cambio, ella nunca lo sabría. De este modo, el propio jurado receptor del cuento real es partícipe de la historia ficticia del cuento, porque del hecho de que ellos decidan nombrar al cuento ganador o no en la realidad (premio que se nombraría en la publicación del relato) dependerá la resolución de la historia en la ficción.

Sexto nivel: La ficción invade la realidad.
El título es muy parecido al del tercer nivel, sólo que esta vez la invasión no ocurre dentro de la ficción. No abundan los ejemplos. El que me viene a la mente es “La guerra de los mundos”, de H. G. Wells, que narra, precisamente, una invasión. La invasión ficticia que narra la novela es una invasión de los alienígenas a la tierra. La invasión de la ficción a la realidad ocurrió de manera accidental. Se decidió adaptar la novela (adaptación que llevó a cabo Orson Welles en 1938) a un formato de serial radiofónico y se avisó convenientemente de que todo lo que se iba a radiar era ficción. Sin embargo, una gran cantidad de personas sintonizaron la radio después de que se diera esta advertencia y todo cuanto escucharon fue que los alienígenas estaban llegando a distintas localizaciones de Estados Unidos. Entre todas estas personas cundió el pánico y se creó una gran alarma social. Para todas estas personas, en un momento determinado de algunos lugares determinados, la ficción escrita por H. G. Wells dejó de ser ficción. El pánico de los personajes de la novela se convirtió en realidad con la población estadounidense de la época y, para ellos, dicha invasión fue real.
Ante esta oleada de pánico, Welles respondió con disculpas. Creo que este acontecimiento es algo que hay que reivindicar y estudiar más, ya que es insólito que la ficción alcance tal nivel de interacción con la realidad.

Séptimo nivel: La ficción modifica la realidad.
La religión, que es un subgénero del género fantástico en la literatura, es un ejemplo de esto. Como obra paradigmática de este subgénero tenemos la Biblia, que a día de hoy sigue siendo el libro más vendido a nivel mundial. Para explicar todo lo que esta obra de ficción (junto con otras, llenas también de historias y de fábulas, como el Corán, o los mitos de distintas religiones escandinavas, griegas, africanas, etc) contribuyó a la modificación de la realidad (no sólo a la realidad material posterior a su publicación, sino también a la percepción sesgada de la realidad histórica anterior a ella) se podrían rellenar varios libros más. Baste, simplemente, preguntarle al lector: ¿Cómo sería el mundo si estos libros nunca se hubiesen escrito?

Octavo nivel: La ficción crea la realidad.
Sólo se me ocurren dos géneros de novela que puedan alcanzar este nivel de interacción: la novela negra y la novela de ciencia ficción. Respecto a la novela negra, hablaríamos de un crimen real que emulase uno ficticio. Ejemplos de esto lo encontramos en la novela “Rabia”, de Stephen King, que está actualmente descatalogada, dado que hace ya muchos años el propio escritor exigió que se dejase de imprimir. El motivo fue que algunos niños que habían protagonizado tiroteos escolares manifestasen haberse inspirado en la novela (que describe precisamente eso). Respecto a la ciencia ficción, son abundantes las novelas que incluyen descripciones y funciones de aparatos que no existen en la realidad. Julio Verne describió los submarinos, la energía solar, los viajes a la luna y las videoconferencias mucho antes de que estas cosas existiesen. Lo mismo ocurre con Isaac Asimov y algunas de sus descripciones robóticas, muy adelantadas a su tiempo. Sin embargo, la mera existencia posterior de estos aparatos no implica el octavo nivel de interacción. Este nivel de sólo se cumpliría si tales objetos se hubiesen inventado en base a (o inspirado por) las descripciones dadas en la ficción.


lunes, 28 de octubre de 2019

El poeta


La noche es fría. De no ser por el aguanieve que golpea los ventanales, la cafetería estaría en absoluto silencio: ya no hay clientes y la música que había programada en el reproductor ha terminado; es hora de cerrar. 
La puerta se abre de pronto y un hombre entra por ella. Va empapado, pues no lleva paraguas ni capucha. Una vez cerrada la puerta, dedica medio minuto a restregar el calzado en el felpudo y se sienta en una mesa junto a la ventana. 
-La cafetería está a punto de cerrar- le digo. 
-Mi mente también -dice él-. La diferencia es que la cafetería volverá a abrir mañana. Mi mente… ¿quién puede saberlo?
Tras un suspiro, me acerco despacio y le pregunto qué desea tomar.
-Un vaso de agua - me dice. 
-Con este tiempo, ¿no prefiere un café caliente?
-Lo prefiero, pero no tengo dinero para pagarlo. 
Asiento en silencio y le traigo el vaso de agua. Él se queda mirándolo. Como estamos solos, y no hay música, decido sentarme frente a él. 
-¿A qué se dedica? -inquiero. 
-Eso depende. Si me pregunta a mí, le diré que soy poeta. Si le pregunta a cualquier otro, le dirá que sólo soy un vago. Pero la respuesta a su pregunta dependerá de su criterio, pues es el que le otorgará la credibilidad a una u otra explicación. 
-Mi trabajo es servir café a las personas, no juzgarlas. Y aún menos si no conozco sus historias. 
-¿Acaso quiere oír la mía? -Pregunta, levantando la vista del vaso. 
-No encuentro inconveniente. 
-Le advierto que es una historia sin final; al fin y al cabo aún sigo aquí. 
-En ese caso, supuesto va a comenzar a relatar su historia, el final será el comienzo.

***

El primer amor del poeta fueron unos versos que ya había olvidado. Es una locura pensar que pueda persistir el amor sin conservar el recuerdo de lo amado, pero es ésa la clave de la poesía: extraer la esencia de las cosas, aquello que nos provoque un sentimiento que trascienda al tiempo y a la propia evanescencia de lo que nos hizo sentir. Y ¿qué es la poesía si no locura?

***

-Pero la poesía está muerta -dice el poeta- y aquél que la busque está destinado a perderse. 
-¿Por qué dices eso?

***

-Quiero ser poeta -Le dijo el poeta a su profesor de literatura. 
-Me temo que hoy en día ya no se puede vivir de las palabras -Respondió el profesor. 
-¿Por qué no?
-Porque en esta sociedad lo que impera es el consumismo. Las personas únicamente se preocupan de aquello que les sea útil para poder vivir mejor, ganar más dinero, tener más posesiones… la poesía no es útil y lo que no es útil carece de valor. 
El poeta comenzó a manifestar abiertamente su disgusto al profesor, pero éste le cortó:
-¿Por qué te molestas tanto? Al fin y al cabo la sociedad la construimos entre todos. La belleza impregna nuestros corazones para siempre, pero lo material se rompe, desaparece y se olvida. Y a pesar de esto, la belleza ha muerto y si no me crees te engañas a ti mismo. Si te doy a elegir, ¿prefieres un poemario que te haga sentir que no estás solo en la vida, o prefieres un Ferrari?
-Prefiero el poemario -Dijo el poeta. 
El profesor soltó una carcajada. Después, le puso la mano en el hombro al poeta y exclamó:
-¡Eres de lo que no hay! Y precisamente por eso nunca podrás vivir de las palabras.

***

-¿Tú que escogerías? -Me pregunta el poeta, mirándome fijamente. Me debato entre la sinceridad y la complacencia y finalmente opto por lo primero. 
-Un Ferrari -le digo. 
El poeta baja la vista al vaso, cierra los ojos, asiente. 
Después, continúa su historia.

***

El segundo amor del poeta fue una mujer. Se conocieron en la universidad y al terminar la carrera comenzaron a vivir juntos. Todas las mañanas él le decía que la amaba y, tras ello, unía la acción a la palabra. Después se sentaba en una mesa con un folio y un lápiz por toda compañía y, en silencio, vestía de versos la imaginación. 
-Tal vez no seas lo suficientemente bueno. Podrías apuntarte a algún curso -decía la mujer a veces, cuando regresaba del trabajo y contemplaba los folios arrugados por el suelo. 
-No se puede ser lo suficientemente bueno. En este mundo ya no existen los términos absolutos -decía el poeta en aquellas ocasiones-. El consumismo nos inculca que nunca estemos contentos con lo que tenemos. Siempre podríamos tener más; siempre podríamos ser mejores en lo que hacemos; siempre podríamos ser más felices de lo que somos. No importa cuánto tengas, siempre quedará en tu interior un rescoldo de insatisfacción. Y cuando no quede nadie más contra quién competir, acabas compitiendo contra ti mismo.
-¿Y eso qué tiene que ver?
-Que ese pensamiento implica que el proceso de superación acaba tendiendo a infinito. Y, en ese caso, el mero intento de ser mejor resulta carente de sentido. 
-Y ¿qué puedes hacer, entonces?
-No lo sé.

***

-Debido a mi derrotismo ella me dejó un día -dice el poeta- y no nos hemos vuelto a ver. 
-Y aunque ella haya desaparecido de tu vida -le digo- ¿Aún la recuerdas, o sólo recuerdas el amor que sentiste por ella?
-Recuerdo ambas cosas -susurra-. Por más que lo intento, no soy capaz de separarlas.

***

El poeta nunca más volvió a estar con una mujer. Desde aquel momento se dedicó únicamente a escribir. Cuando tuvo unos cuantos centenares de poemas, pensó que había llegado el momento de lanzarse a las editoriales. Todas ellas le dieron con la puerta en las narices.

***

-Antes las editoriales te pagaban a cambio de publicar tus obras -me asegura el poeta- pero ahora tú les tienes que pagar si quieres que te las publiquen. 
-¿No hay editoriales que confíen en el artista?
-Las hay, pero en la mayoría de los casos sólo lo hacen si el artista ya es famoso y ya tiene un público asegurado. Pero para comenzar necesitas dinero, y yo había pasado mi vida confiando en que para conseguir dinero sólo necesitaba comenzar. 
-Entiendo -le digo al poeta. Al contemplarlo en aquella mesa, inclinado con la mirada perdida sobre un insulso vaso de agua y contándole la historia de su vida a un completo desconocido, comprendo que estoy contemplando la imagen de la derrota personificada. 
-Recuerdo que, cuando estaba en el instituto -comienza de nuevo el poeta, tras una larga pausa-, en clase de literatura estudiábamos a los escritores de distintas generaciones. Lo hacíamos analizando sus textos y extrayendo sus inquietudes, atendiendo a cómo reflejaban en ellas el contexto de su tiempo. Y me pregunto: ¿qué estudiarán dentro de cien o doscientos años los críos cuando estudien la literatura de nuestros días? ¿Qué inquietudes van a analizar? Sólo publica quien tiene dinero. Los que de verdad tienen inquietudes que reflejar, no tienen voz. 
Consciente de que no lo voy a animar demasiado, le digo lo que realmente pienso:
-Puede que, dentro de cien o doscientos años, a los críos ya ni siquiera se les enseñe literatura.
El poeta se queda pensativo, con los brazos cruzados. Casi puedo ver sus pensamientos en el reflejo de sus pupilas sobre la inmóvil superficie del agua que tiene frente a él. 
-Sí -dice al fin-, es bastante probable que así sea.

***

El poeta vagó por el mundo hasta sentir que se había convertido en un mero extra de la película de su propia vida. Le había tocado nacer en un mundo en el que ya no había sitio para la poesía. En ningún momento nadie le dijo abiertamente que sobraba y hasta era posible que nadie lo pensase de tal manera, pero él, simplemente, lo sabía. 
Dado que no tenía dinero, durante un tiempo vagabundeó intentando intercambiar sus poesías por comida, bebida y pases de autobús. 
-¿Para qué quiero yo una poesía? -solían preguntarle. 
-Porque el dinero en sí mismo no tiene valor. No se come, no se bebe, no aporta nada a tu vida. Si yo te diera dinero, con ese dinero podrías ir a una librería y comprar un poemario. Yo te estoy ofreciendo ahorrarte ese paso, ofreciéndote algo que, a diferencia del dinero, ya posee un valor intrínseco -solía responder el poeta. 
Pero sus palabras nunca surtieron efecto. Quizá su profesor había tenido razón y fuera cierto que las palabras ya no tenían ningún valor. Y, en este mundo utilitarista, lo que no tiene valor está muerto.

***

-Y así es como he llegado aquí -me dice el poeta. 
-Voy a calentarte un café -le digo, mientras me levanto. 
-Te repito que no tengo dinero. 
-A mí puedes pagarme con un poema -El poeta me mira sorprendido. Una sombra de felicidad recorre su rostro, y una expresión torpe y forzada me indica que hace mucho tiempo que no ocurre. Tal vez ha olvidado cómo sonreír- ¿Por qué no lo escribes mientras te preparo la taza?
Desde la barra, observo cómo el poeta saca una libreta, se apoya en el respaldo de la silla y se queda observando cómo el aguanieve sigue golpeando el cristal de la ventana. Así transcurre un largo rato. Súbitamente, el poeta se inclina sobre la libreta y comienza a escribir con frenesí. 
Caliento el café más de lo normal, para darle más tiempo a que desarrolle el texto. Finalmente suelta el bolígrafo y se queda mirando la libreta, con los brazos caídos. Tras esperar un tiempo prudencial, cojo la taza de café y me acerco a la mesa. 
-No se me ocurre cómo acabar la última rima - me dice, con tono de decepción - así que no tiene final. 
-Al igual que tu historia. 
Me tiende la libreta. La poesía está escrita con una letra difícil de leer, producto de cuando nuestra mente se mueve mucho más deprisa que nuestras manos. 
Mientras se toma el café, la leo con detenimiento.

***
Gotas de nieve
golpean el cristal
que protege mi infierno.

Aroma a café
amargo y negro
(tales mis sentimientos)

La noche cae
hacia el abismo.
Me arrastra hacia dentro.

En este bar
soledad y silencio
¿Por qué aún no he muerto?

En este vacío
ya sólo queda

***

El poeta se levanta, dispuesto a marcharse. Me agradece el café, como si creyera que no me lo ha pagado. Cuando pone la mano en la puerta, le digo:
-Tal vez la rima apropiada sería "un último intento". 
-¿Te parece un buen final? -me pregunta, desde la puerta. 
-Me parece un buen comienzo.





Manuel Murillo de las Heras
Este cuento forma parte de Relatos y otros enseres de andar por casa
y fue publicado por la Revista Almiar


viernes, 27 de septiembre de 2019

Manifiesto



MANIFIESTO NARRATIVO

Manuel Murillo de las Heras


Escritores y escritoras del mundo: éste es mi manifiesto. No es una respuesta a nada en concreto, acaso a mi propio cansancio como lector. Todo lo que este manifiesto contiene no es un juicio de valor hacia otros escritores; no tengo ni criterio ni autoridad para realizar tal cosa. Es tan sólo una enumeración de aspectos que trato de encontrar cuando leo y trato de crear cuando escribo.


1.      La primera máxima es ésta: Calidad antes que cantidad.

1.1. Contar la historia que se desea contar debe ser un ejercicio que tienda a utilizar el mínimo número de palabras posible. Si existe una palabra con cuyo significado se pueda sustituir tres, se utilizará.
1.2. Debemos despojarnos del prejuicio (y, muchas veces, complejo) de que el valor de la obra y su longitud son directamente proporcionales. La concisión a la hora de contar una historia es lo realmente difícil de lograr. Toda historia, cuanto más se alarga, más fuerza pierde. Si la obra resulta ser extensa, ha de ser exclusivamente porque así lo requiere la historia.
1.3. El uso de la floritura y el mero adorno debe brillar por su ausencia. El objetivo a tener en mente a la hora de narrar es que todo elemento que se presente tenga una finalidad.
1.4. No hay prisa en escribir. Todo lo escrito quedará escrito para siempre. Teniendo esto en cuenta, vale más gastar treinta días para una frase magistral que un día para treinta páginas mediocres. Lo primero es de escritores; lo segundo, de escribientes.


2.      Las descripciones son como el vino: se recomiendan en poca cantidad y como acompañamiento.

2.1. En la medida de lo posible, la narración consistirá en una enumeración de acciones. La mera descripción no debe sobrepasar un 10-15% del texto total.
2.2. Se evitará la tentación masturbatoria de los sinónimos rebuscados. Las palabras escogidas han de ser las palabras exactas y no otras. Da igual cuán bonita pueda ser una palabra; si su significado se aleja del que la historia precisa, la frase global será fea.
2.3. La descripción de un lugar debe contener lo justo y necesario que sea relevante para la historia.
2.4. La descripción física de los personajes sólo debe hacerse cuando esto nos revele algo de ellos (por ejemplo, una cicatriz; un aspecto descuidado; un collar que contenga un símbolo religioso; etc.).
2.5. La descripción interna de los personajes se evitará en la medida de lo posible en la narración extradiegética. Los personajes han de describirse a sí mismos mediante sus acciones y diálogos, de manera implícita antes que explícita.
2.6. Una obra que detalla mucho sólo se tiene a sí misma. Una obra que se permite contener espacios, aparte de tenerse a sí misma, tiene también la singular imaginación de todos y cada uno de sus lectores.


3.      El autor jamás tomará al lector por tonto.

3.1. Se evitará explicar todo aquello que, con lo proporcionado en la narración, se pueda deducir.
3.2. Se evitará repetir algo que ya se ha dicho.
3.3. La calidad de la construcción de los personajes debe ser tal que permita omitir sus nombres durante los diálogos. El estado emocional de los personajes tampoco se le especificará al lector. No hay, aún, un lector que lea por ocio y que no sea humano. Así pues, mostrando, como narradores, correctamente las acciones de un personaje en un contexto bien dibujado, será redundante explicar, además, cómo se está sintiendo.


4.      La voz narrativa es el cimiento de la obra. Las fisuras son fatales.

4.1. No importa lo buena que pueda llegar a ser una historia si la voz narrativa flaquea. En cambio, un buen estilo a la hora de contar puede salvar una historia mediocre.
4.2. La voz narrativa no puede tener incoherencias. Su uso debe ser tan meditado como la historia misma, o más.
4.3. Se puede jugar con la voz narrativa; de hecho, sería un crimen no jugar con ella. Pero cada juego tiene sus reglas. ¿Pueden ser reglas inventadas? Evidentemente. Pero, una vez el juego ha comenzado, tales reglas deben respetarse.
4.4. El uso de la primera persona debe estar justificado y ser coherente. Si nuestro narrador en primera persona muere, significará que nuestra historia es una historia de fantasmas, aunque el lector no tenga ni idea de que lee una historia de fantasmas hasta el final. Si no muere, significa que le está contando algo a otro personaje que puede, o no, aparecer en la historia. Si está escribiendo (una carta, un diario, o el propio libro que lee el lector), no tiene sentido que narre en presente. Si no lo está contando ni está escribiendo, no tiene sentido utilizar la primera persona.
4.5. El narrador extradiegético nunca aleccionará. Presentará conflictos y sus personajes los solucionarán. Que lo hagan de manera correcta o incorrecta quedará a juicio de los lectores.



5.      La estructura de la historia importa más que la historia.

5.1. La estructura y la forma (tanto de la obra global como de los párrafos y las frases) no deben ser azarosas ni vagas. Cumplirán un objetivo artístico. Y es especialmente aquí donde debe resaltar la autoría.
5.2. La estructura ha de estar al servicio de la historia, es decir, debe cumplir una función que la complemente.
5.3. Cada historia, en el caso de las novelas, debe ser autoconclusiva y autosuficiente. De querer realizar una saga, cada libro ha de poder leerse en el orden que el lector quiera. Las características comunes entre cada libro deben cumplir una función de complementariedad, pero jamás de dependencia. Ningún otro libro ha de ser necesario para que el lector comprenda al completo la historia que cuenta el que está leyendo.


6.      El género y el tema; aunque la mona se vista de seda, mona se queda.

6.1. El escritor no debe temer ningún género, pues el género no importa. Un lector sólo piensa en el género cuando todo lo demás falla. En cambio, una historia bien contada hará que cualquier lector la disfrute aunque el género no le llame la atención.



7.      Los finales deben pillar al lector desprevenido, como si le hubiesen disparado desde un flanco que no tenía cubierto.

7.1. No se debe depositar toda la confianza en nuestros finales. Un buen final no salvará una historia mediocre.
7.2. Sin embargo, un mal final puede arrastrar al abismo una buena historia.
7.3. El escritor ha de tener en mente el final a la hora de comenzar a escribir la historia. La sucesión de acciones y la estructura han de ser conscientes de ese final. De no ser así, abundarán las divagaciones y las secuencias que no van a ninguna parte.
7.4. El final debe forjarse con los elementos dados a lo largo de la historia y, aunque pille al lector por sorpresa, debe ser coherente. No hay sitio para los Deus Ex Machina, a no ser que la historia en sí reflexione sobre los Deus Ex Machina.
7.5. El final, en la medida de lo posible, deberá tender a cumplir uno de estos dos objetivos: o bien responder a todas las preguntas del lector, o bien decirle que todas las respuestas que ya creía tener estaban equivocadas. 




Almería, a 28 de Septiembre de 2019