domingo, 14 de junio de 2020

Reflejo


El camino era pedregoso y, debido a un problema con la suspensión del coche, decidió dejar aparcado el vehículo para recorrer a pie la distancia que restaba. Buscó la ubicación del sitio para calcular más o menos el tiempo que le quedaba hasta llegar, pues ya atardecía tras él, pero no había internet y, según la semiótica de su teléfono, tampoco cobertura. Julián miró en derredor y no le extrañó; nada se veía salvo cerros, matas, un cielo que se ensangrentaba implacablemente y el incierto camino sobre el que se hallaba. En el camino, salpicado de piedras, romero e hinojos, no había marcas de vehículo y tampoco huellas de ningún tipo; ni pisadas de zapato, ni heces de conejo, ni la marca de las pezuñas de algún jabalí. Se preguntó, recordando su alergia al polvo, cuánto tiempo haría que nadie alquilaría aquella casa rural o, aunque nadie la alquilase, desde cuándo no irían los encargados a limpiarla. Lamentó el peso de su mochila pues de él, bruscamente presente en su conciencia al reparar en ello, no formaba parte mascarilla alguna. Intentó apaciguarse a sí mismo con frases como:
-Siempre que se va algún sitio, algo se olvida, qué se le va a hacer, hoy fue la mascarilla -. Y se sorprendió a sí mismo ante la gravedad de su voz, pues con ella reparó en un silencio ensordecedor que no había advertido hasta que sus palabras no lo hubieron resquebrajado. Continuó caminando, acelerando un poco el paso. Al principio, precediéndole, su sombra fue alargándose más y más. Luego, desapareció. Después, todo fue una gran sombra. Sacó el móvil del bolsillo e iluminó el camino con la linterna, lo que, paradójicamente, contribuyó a aumentar su nerviosismo en lugar de a sosegarlo. El haz de luz tenía un corto alcance y le daba pavor mirar su final, imaginar algo que hasta aquel momento habitó la oscuridad súbitamente descubierto por el movimiento de su mano devolviéndole una mirada de espejos. Treinta angustiosos minutos pasaron hasta que el camino terminó en un porche descuidado, rodeado de higueras y limoneros. Buscó las llaves, deseando no haberse equivocado con las indicaciones que le habían dado en la agencia, y probó. La primera de ellas abrió la puerta. Inútilmente buscó un interruptor en la pared del interior y su mano recorrió el gotelé, como una araña, hasta que recordó que la casa rural no tenía electricidad. Había, sin embargo, una lámpara de gas. La activó y echó un vistazo al interior. Se trataba de un cortijo austero. Un sofá, una chimenea, dos ventanas, un espejo, cribas y arados salpicando las paredes, un techo de madera y launa. Aparte del salón había un dormitorio, con una cama de matrimonio y dos literas, y un cuarto de baño. Sin agua corriente, el agua venía de un gran depósito que sobresalía del tejado (lo sabía porque se lo habían dicho en la agencia) y que Julián confió en que estuviese lleno. Al día siguiente, por la mañana, llegarían Jaime y Alicia. Les envió un mensaje:
"Ya he llegado, las llaves funcionan perfectamente y todo parece estar en orden. Escogisteis un buen sitio para despejarnos, no hay nada alrededor. Traed juegos de mesa ¿vale? ¡Os espero aquí!".
Lo envió y, por supuesto, no les llegó. Ya había olvidado que no tenía cobertura. Para no gastar más batería apagó el móvil, apagó la lámpara y se acostó sin molestarse siquiera en lavarse los dientes, envuelto en un deseo imperioso de que llegase de nuevo la mañana y, con ella, la luz.
Con los ojos abiertos advirtió que se había habituado a la oscuridad. Por la ventana sin cortinas que había sobre la cama de matrimonio del dormitorio entraba la luz de la luna, que debía estar alta ya, y podía distinguirlo todo, distinguía el mundo en una escala de grises. Imaginó entonces que allí, alejado de la civilización, las estrellas debían de contemplarse con mayor nitidez. Se levantó de la cama, cogió las llaves y salió del dormitorio al salón. Dirigió la vista a la ventana en busca del cielo y frente a ella vio, rígida e inmóvil, la oscura silueta de un hombre.
Un relámpago helado recorrió el cuerpo de Julián desde el vientre hasta la nuca. La silueta estaba detenida frente a la ventana sin realizar ningún movimiento. ¿Lo estaría viendo, o en el interior de la casa habría demasiada oscuridad? Julián quiso echar a correr de nuevo al dormitorio, pero sintió paralizadas sus extremidades. Luego pensó, en un arrojo de valentía, preguntar a voces quién andaba ahí, pero su voz se quebró. Julián, que seguía creyendo que desde fuera no debía ser advertido, comenzó a moverse con lentitud, intentando hacer el mínimo ruido posible, pero sus tobillos y sus rodillas parecían insistir en lo contrario. Buscó algo que pudiese utilizar como arma y sólo encontró un pequeño cuchillo de sierra en un cajón. Se giró de nuevo hacia la ventana; la silueta seguía allí. Los hombros a la misma altura que antes, la distancia a la ventana era la misma. No se había movido ni un milímetro. Se alejó de la ventana caminando hacia atrás, con el cuchillo asido con firmeza, hasta que sus piernas dieron con el sofá. Se sentó despacio y miró a la otra ventana que había a su lado. Tras este cristal había también otro hombre, tan rígido e inmóvil como el primero. No pudo evitar el grito que emanó de sus labios.
Se agazapó sobre el sofá, el cuchillo un destello trémulo de luna, abrazándose las piernas, a la espera de algo, no sabía el qué, pero nada ocurrió. Las siluetas permanecieron impasibles tras el cristal. Una vez que se hubo recobrado, tras un largo rato, se levantó y buscó la lámpara de gas. La tocó, pero no la encendió. Pasó un cuarto de hora, inmóvil él también, con la mano sobre la lámpara, antes fría y ahora tibia, mirando a los hombres frente a las ventanas. Al final se decidió y la prendió.
Casi volvió a gritar al hacerse la luz, pues estuvo seguro de que se encontraría de frente con las miradas de los hombres fijas sobre él enarbolando una expresión inescrutable y terrible, pero no fue así. Ambos hombres le daban la espalda. Vestían un jersey de lana verde y a través de la ventana sólo se veía de la mitad de su espalda para arriba. Julián, que ya había sobrepasado la barrera del terror y se había adentrado en la extraña indiferencia de la desrealización, avanzó, lámpara en mano, hacia uno de ellos. Cuando estuvo más cerca pudo ver el corte de pelo, que era escaso y perfilaba un pico a la altura de la nuca. Se sorprendió pensando que se parecía al corte de pelo que llevaba siempre su padre.
Se preguntó por qué no se darían la vuelta. Sin duda, debían haber advertido la luz que había tras ellos. ¿Hacia dónde estaban mirando los dos? ¿Qué esperaban? ¿Qué hacían allí? Poco a poco, mientras se realizaba mentalmente estas preguntas, el miedo volvió a anegar su cuerpo. Valoró la opción de abrir la puerta y salir al exterior, enarbolando el cuchillo, pero no se vio capaz. Una sensación que se incrementaba más y más, deletérea, de sentirse observado a pesar de que le estaban dando la espalda, lo llevó a apagar la lámpara. Debido a la habituación de sus ojos a la luz las siluetas, por un momento, desaparecieron. Sin embargo, despacio, las nucas, impertérritas, volvieron a emerger de las tinieblas.
Julián regresó al dormitorio y se acurrucó bajo la manta, tapándose hasta la cabeza, con el cuchillo aún en la mano, angustiado ante la imposibilidad de poder hacer que las horas pasasen más deprisa, deseando tan sólo poder dormir, que la luz del alba entrase ya por la ventana, y que Jaime y Alicia llegasen de una vez.
No lo hicieron. Cuando el medio día hubo pasado y comenzaba a atardecer de nuevo, Julián estuvo dando vueltas por el lugar intentando buscar un punto en el que hubiese cobertura y realizando una llamada tras otra, pero ningún intento dio resultado. Al final, convenciéndose de que Jaime y Alicia tampoco llegarían aquel día, pensó en irse de allí, de vuelta al coche, y mandar las vacaciones a tomar viento. Sin embargo, entre que recogía todas sus cosas, la noche se terminaría cerniendo sobre él al principio del largo camino. Recordó las nucas, el pelo corto pegado al cristal, bajo la luna, y corrió de nuevo hacia la casa.
A mitad de la madrugada, a pesar de que se había jurado a sí mismo que no lo haría, se levantó y se dirigió al salón. Allí estaban: estatuas de carne, pelo y tela, dándole la espalda a las ventanas, a unos pocos centímetros del cristal. Julián, cuchillo en mano de nuevo, reunió el valor para gritar: ¿Quiénes sois? ¿Qué queréis? Nada respondieron, tampoco se movieron. Julián volvió a enredarse entre las sábanas, determinando que, al día siguiente, en cuanto el sol hubiera vuelto a aparecer en escena, se iría de aquel lugar, pero el miedo no le permitió dormir en toda la noche.

Al alba los hombres ya no estaban allí. Reunió todas sus pertenencias en la mochila, se la colgó, cerró la puerta con llave, abandonó el porche y comenzó a caminar. Ya llevaba diez minutos andando cuando fue consciente de que aún agarraba con fuerza el cuchillo en su mano izquierda. Durante todo el camino estuvo realizando llamadas, pero seguía sin cobertura. A cada seis o siete pasos volvía la vista atrás sin detenerse. Encontró el coche mucho más cerca de donde esperaba encontrarlo, a mitad del camino pedregoso. No se hizo preguntas. Mejor así. Se introdujo en el coche, arrancó y aceleró para alejarse de allí cuanto antes. El coche empezó a temblar hasta que algo, no sabía el qué, sonó en su interior, con profundidad, como una gran roca que se escucha caer al fondo de un pozo. Descubrió, demasiado tarde, que el volante había dejado de responder y que los frenos tampoco parecían hacerle caso. Lo último que vio fue un ciruelo que se aproximaba vertiginosamente hacia el coche, desde la orilla del camino, y después todo se apagó.  

Cuando despertó era de nuevo de noche. Se sentía mareado y la frente le escocía. Palpó el interior del coche, sin ver nada. El volante estaba viscoso. Se tocó la cabeza y descubrió un líquido caliente que impregnó sus dedos; sangre, sin duda. Activó las luces y, a dos o tres metros del vehículo, frente a él, pero dándole la espalda, había un hombre con el pelo corto y con un jersey verde. Apenas lo veía, pues tenía la vista nublada y había un ciruelo incrustado en el capó del coche. Comenzó a gritar y a girar la llave para arrancar, pero cada intento del motor moría engullido en el silencio de la noche. Miró por el retrovisor y advirtió, gracias a las luces traseras, que tras el coche había otras siete u ocho personas, todas ellas de espaldas al coche, vestidas con un jersey verde. Siguió intentando arrancar el vehículo y de pronto se dio cuenta de que el hombre que tenía frente a él se movía. Caminaba hacia el coche. Gritó de nuevo, horrorizado. Su horror venía de haber advertido el movimiento de sus pies y de sus rodillas, pues éstas indicaban que el hombre estaba caminando hacia delante, y que lo que Julián había pensado en todo momento que debía ser su espalda era, en realidad, su pecho. El hombre caminaba hacia delante y no tenía rostro. Su rostro era una nuca llena de pelo corto. Miró por el retrovisor y advirtió que el resto de hombres sin rostro estaban rodeando el coche y se pegaban ya a los cristales. Julián cerró los ojos y gritó, gritó y gritó, y cuando los abrió de nuevo seguía gritando, pero era de día y lo que veía no era un ciruelo, un cristal roto y una persona sin rostro, sino que veía un techo de madera y launa. Estaba en la cama.
Se levantó. El pijama se le había pegado al cuerpo y su sudor era frío. Intentó beber agua, pero las manos le temblaban demasiado. El sol entraba por las ventanas, pero no era capaz de sentir calor. Al menos, pensó, incluso aunque no haya sido una pesadilla, esas cosas sólo aparecerían por la noche. Era el momento de irse. Salió del salón, pero no se atrevió a girar la cabeza hacia ninguna ventana. ¿Y si aquellas criaturas seguían allí, mirándolo sin ojos?
Cuando reunió el valor suficiente, se giró y efectivamente la vio. Una cabeza sin rostro frente a él, contemplándolo a la luz del día. Y entonces gritó, más desgarradoramente que nunca, pero no por la figura que veía, sino por dónde la veía. La veía en el espejo que había entre ambas ventanas y la cabeza sin rostro, que a sí misma se contemplaba, gritaba, gritaba y gritaba a pesar de que no tenía boca.




Manuel Murillo de las Heras