jueves, 1 de septiembre de 2016

Soledad compartida.

A un lado de la carretera, bajo el truculento sol estival, aún sigo pensando en ti. Tengo hambre, pero no pienso en comida. Tengo sed, pero no pienso en agua. Pienso en ti no porque quiera, sino porque no puedo evitarlo. Rememorarte evoca en mi mente recuerdos tan letíficos como infaustos.

El asfalto, caliente con la luz del medio día, hace arrastrar su ardor por la brisa muerta, subiendo a la altura de mi cabeza y provocando que hasta respirar me resulte un desafío. Aún así, sigo absorto en mis remembranzas. Hay un pensamiento muy reiterado. En concreto, es una pregunta. Mientras camino por el asfalto abrasador, quemándome la piel desnuda, no dejo de imaginarte delante de mí, mientras te hago esa pregunta con la mirada:

¿Por qué me has abandonado?

Yo te quería. Y te sigo queriendo. Y creo que siempre te lo he demostrado. Te decía que te quería cuando iba tras la pelota y te la traía de vuelta. Te lo decía cuando me pasaba un cuarto de hora saltando a tu alrededor cada vez que entrabas por la puerta de casa, aunque sólo hubieras estado fuera cinco minutos. Te lo decía cuando movía el rabo al oírte pronunciar mi nombre. Te lo decía cuando me pegabas y, a los pocos minutos, volvía a sentarme a tu lado. Y te lo digo ahora, que a pesar de que me has abandonado sigo sin poder controlar el meneo de mi cola al recordar tu voz. Y eso es lo más terrible de todo. Lo peor no es que me hayas abandonado; lo peor es que no soy capaz de odiarte a pesar de ello.

Si después de todo lo que he sufrido te viera aparecer al girar la carretera, aunque supiera que ibas a pegarme, aunque supiera que me ibas a abandonar de nuevo, no podría evitar lanzarme hacia ti para darte un abrazo, entre ladridos de alegría, y cubrirte el rostro a lametones una vez te hubiera alcanzado.

Los seres humanos tenéis una ventaja muy importante sobre nosotros: sois capaces de olvidar. Por eso sé que no estarás ahí cuando gire la carretera.

Y, como yo no soy capaz de enterrar nada en el olvido como siempre pude enterrar mis juguetes en la tierra, lo único que puedo hacer mientras me voy consumiendo poco a poco en este mundo hostil es pensar en ti.

***

Volvía del pueblo a la ciudad, caminando, cuando lo vi en lontananza al girar la carretera en uno de esos días en los que hace tanto calor que te preguntas, con esperanza, si morirás pronto. A él lo había echado de casa su familia y a mí el banco. Pero ambos compartíamos algo en común: No teníamos nada que compartir. Desde entonces, por esa razón, lo compartimos todo. 

Al ver mi silueta levantó el morro y arqueó las orejas, pero al fijarse mejor en mí volvió a bajar la vista y comenzó a caminar de nuevo, cabizbajo. Cuando pasé a su lado no volvió a mirarme. Su caminar era torpe, a ojos vistas estaba exhausto. Su lengua, reseca, le colgaba en apariencia inerte a un lado de la boca. Al ver su mirada perdida tuve la absurda impresión de que se encontraba sumido en sus propios pensamientos.  

Vertí un poco de agua de mi botella de 250ml en la concavidad de la palma de mi mano y le silbé. Nada más ver el brillo acudió de inmediato. Estuvo lamiéndome la mano aún cuando ya no quedaba nada de agua, impidiéndome verter más. Su collar me indicó que otrora había tenido dueño, probablemente alguien que en ese momento andaba muy lejos de allí. Alguien que ni siquiera se merecía las insulsas gotas de agua que aquel perro estaba lamiendo como si se tratara del sueño de su vida. Le di un poco más, y lo acaricié. Él me respondió con un ladrido. Os parecerá una tontería, pero juraría que con ese ladrido intentó decirme algo. Algo alegre, a juzgar por su tonalidad. Así fue como nos conocimos.


Hogaño nos limitamos a vivir como podemos, día a día. Yo toco la armónica en la calle, intercambiando notas por la buena voluntad de aquellas generosas personas que o bien se enamoran de la melodía o bien sienten lástima de mí. Cuando me alcanza el dinero, compro una barra de pan y le doy a él la mitad. Siempre se la come con calma, a mi lado, porque sabe que no se la voy a arrebatar.

De vez en cuando se sienta un poco alejado de mí y se queda contemplando, absorto, la esquina de la calle por la que no para de salir gente, cada uno con su propia vida y sus particulares problemas. Aunque han pasado años, sigue haciéndolo todos los días. Como si esperase a alguien, como si aguardara que después de tanto tiempo una persona a quien aún no ha olvidado fuese a aparecer por esa esquina y a dirigirse a él, para llevarlo de nuevo a una vida con unos problemas seguramente muy distintos a los que tenía la mía.

En esos momentos lo llamo con un silbido y él acude a mí sin dudarlo dos veces, meneando el rabo, y se sienta a mi lado lo suficientemente cerca como para que lo pueda abrazar.

En esos instantes, a pesar de que lo que tenga en el bolsillo no me llegue ni para comprar otra barra de pan, me siento rico.