Jaime miró la negra y tuvo la impresión de que ésta
incluso le devolvía la mirada. La partida se decidía, probablemente, en aquel
tiro. Se puso tras la blanca y apoyó suavemente el taco sobre su pulgar
arqueado, buscando el ángulo, buscando con éste a la negra como un
francotirador escruta la ciudad buscando su objetivo en lo alto de un terrado. Tomó
aire, tratando de acompasar la respiración. Hasta la vibración incontrolada de
los pulmones podía provocar una variación del ángulo que erraría el tiro. Dejó
de mirar el taco y posó la mirada en la bola 8. Su negrura esférica rompía de
forma abrupta la plácida y lisa monotonía verde de la mesa. Su superficie era
brillante y, en ella, Jaime podía verse reflejado como una sombra agazapada, un
oscuro trasunto convexo y confuso de la inseguridad. La suavidad pulida del
taco recorría centímetros en la piel de sus dedos una y otra vez, indecisa.
-¿Sabes, Jaime? - susurró Abel, sentado tras él. Su
voz llegó a los oídos de Jaime a duras penas, tropezando las palabras en el
entrechocar de vasos y el ronco recorrido de los taburetes en el áspero suelo del
bar - Hay en este mundo dos tipos de personas: Las que mienten a los demás y
las que se mienten a ellas mismas.
-¿A cuál de ellas perteneces tú, Abel? - Dijo Jaime
entre dientes, su mirada fija aún en la bola negra.
-Es curioso - musitó Abel. Jaime no lo veía, pero el
tono de su voz poseía la característica entonación que adquiere cuando ha
escapado de unos labios que sonríen -, yo iba a preguntarte lo mismo.
La negra en sus ojos y en sus ojos la mirada que una
vez contempló la vida como si ésta fuese a durar para siempre. El taco en sus
dedos, y sus dedos en sus manos y en sus manos el etéreo recuerdo del cuerpo
tibio y dulce de una mujer a la que habían acariciado con la tranquilidad de creer
que podrían amarse por siempre. El miedo en su rostro, y en su rostro las
mejillas y en su mejilla una lágrima que terminó por caer al suelo en un adiós
húmedo y precipitado. Y el tiro en su acto y en su acto el error de quien cree
que podrá repetirlo una vez más. De quien ha vivido acostumbrado a las
oportunidades. De quien se ha engañado a sí mismo. El taco golpeó la blanca y
la blanca la negra y la negra la garganta del agujero. Del agujero equivocado.
-Has fallado - dijo una voz a su espalda. Jaime se
irguió lentamente.
-Lo sé - musitó. Entonces metió una mano en el
bolsillo interior de su chaqueta y sacó el pequeño revólver de cinco balas,
girándose hacia atrás con rapidez y buscando a Abel con el cañón de su arma
como unos segundos atrás había buscado el ángulo preciso con el taco de madera.
El sonido del disparo inundó por completo el local,
algunos vasos cayeron de las manos sorprendidas de los parroquianos y se
hicieron mil pedazos en el suelo. Cuando todo el mundo hubo mirado al sitio en
el que se había producido la detonación, Jaime se desangraba ya sobre la mesa
tiñendo su verdor de grana con el chorreante calor que manaba de su vientre y
Abel guardaba ya el arma con la que había estado apuntado a Jaime antes siquiera
de que él hubiera golpeado la bola.
-Parece que la duda queda resuelta. Supongo que
podríamos haber terminado llevándonos bien - fue todo cuanto dijo.
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