Un brevísimo ensayo sobre la relevancia del discurso y el lenguaje en la construcción de significados arbitrarios.
"Bueno es saber que los vasos nos sirven para
beber;
lo malo es que no sabemos para qué sirve la
sed"
- Antonio Machado
En algunos pueblos del Tíbet no
existe la palabra culpabilidad y tampoco existe su concepto. Por ende, cuando
alguien comete un error que desemboca en cualquier tipo de daño o perjuicio, no
teme que los demás le juzguen, porque no hay un concepto para ello. De este
modo, no intentará "escurrir el
bulto", sino que reaccionará intentando reparar su error
inmediatamente. Es curioso cómo una pequeña diferencia en el lenguaje puede
provocar una alteración de patrones sociales tan enorme.
Las palabras son conjuntos de
símbolos inertes, carentes de un significado implícito. Su significado se
construye y se consensúa socialmente como herramienta útil en pro de la
comunicación, pero ¿pueden adquirir los símbolos, de manera independiente, un
significado igualmente influyente? Tomaré como ejemplo ilustrativo (nunca mejor
dicho) las banderas. La bandera es una imagen formada, habitualmente, por un
conjunto de colores dispuestos en un orden determinado. Estas imágenes pueden
ser representadas en pedazos rectangulares de tela, en papel o en soporte
digital. No significan nada para quien las ve hasta que alguien no le enseña a
esa persona el significado que se ha consensuado. Desde entonces, viendo una
bandera y examinando rápidamente la forma de sus colores, una persona puede
decidir no bañarse en la playa para preservar su integridad física, puede saber
que la carrera ha terminado, puede saber si el avión aterrizará o continuará el
vuelo, puede notar una mezcolanza de rabia y rechazo y puede también llevarse
una mano al pecho y llorar mientras entona su himno nacional. Las banderas son,
pues, símbolos inertes que funcionan como intermediarios entre un discurso
previamente elaborado y admitido y un receptor. Me resulta especialmente
interesante el hecho de que estos símbolos consigan no sólo transmitir un
mensaje de una determinada utilidad (como en los aeropuertos y en las playas),
sino que también consigan elicitar sentimientos intensos a un nivel individual
y hasta, en algunos casos, llegar a formar parte de la identidad de la persona.
Que objetos objetivamente (valga la
redundancia) carentes de significado provoquen sentimientos que no responden a
una causalidad inherente al objeto en sí o a nuestra naturaleza biológica no es
algo exclusivo de las banderas. Tomemos el ejemplo de las piezas de ajedrez. Son
pequeños objetos que a primera vista no sirven para nada para lo que no
serviría un guijarro o un premio del roscón de Reyes, pero tienen una función
gracias a un discurso previo que nos hace interactuar con ellas de una
determinada manera. Cada pieza tiene en el tablero un lugar específico y este
lugar, así como el movimiento que cada una de las piezas puede realizar, viene
dado por una serie de reglas que uno debe conocer si quiere ser partícipe del
juego. La elaboración de estas reglas discursivas puede hacer que una persona
se sienta humillada, estúpida y miserable cuando, de pronto, su oponente en el
juego mueve una pieza un par de centímetros. Una pieza inofensiva de madera o
de plástico del tamaño de un dedo del pie que se desplaza unos centímetros nos
hará sentir, según la disposición del tablero, amenazados, ansiosos y acorralados.
En cambio, la persona que ha realizado el pequeño movimiento de muñeca para
colocar una pieza se sentirá satisfecho, realizado y lleno de júbilo. Todo esto
gracias al recuerdo de la elaboración discursiva de unas reglas y también a la
anticipación de dos constructos de nuestro lenguaje: La victoria y la derrota.
La victoria y la derrota son
conceptos curiosos que unen tanto al ajedrez como a las banderas porque, si
estos dos conceptos no se hallaran presentes en nuestro lenguaje, puede que ni
las fichas ni las banderas existieran. Tendrían tanto sentido como avergonzarse
de un error en el Tíbet.
Las banderas y el ajedrez, por
tanto, tienen como raíz común que su significado es por entero una construcción
social y, por tanto, su función dependerá de la cultura. Esto ocurre también
con los memes. No el concepto de meme del que hablaba Richard Dawkins, sino del
meme humorístico de internet. El meme es particularmente interesante como
fenómeno de construcción social precisamente porque no es posible explicar qué es un meme. No es posible su
definición porque su significado se halla en constante cambio. Al principio
eran imágenes, luego eran textos, luego imágenes combinadas con textos,
posteriormente vídeos, vídeos con texto, vídeos con un mensaje, vídeos sin
ningún tipo de mensaje, imágenes que no tienen ninguna gracia ni estructura humorística pero alguien, al definirlas como meme, hace que la tengan, etc. La clave que une a todos los memes es que hacen
referencia a algo que tiene algún sentido en la actualidad, pero que en
ocasiones no es algo humorístico por sí mismo. Podríamos decir que el humor no
crea el concepto de meme, sino que el concepto de meme crea un nuevo tipo de
humor. Podemos tomar como ejemplo una fotografía de Julio Iglesias señalando a
cámara. Julio Iglesias no es un humorista, su cara no es especialmente graciosa
y la fotografía no tiene ningún tipo de ingenio. Sin embargo, acompañando la
imagen de un mensaje y haciéndola circular por las redes sociales, rápidamente
la imagen se transforma por sí misma en algo humorístico. Nacen aplicaciones
para generar memes de Julio Iglesias, aplicaciones para poner el rostro de
Julio Iglesias a una de tus fotografías, cientos de variaciones de la frase
original adaptándolo a cualquier tema de actualidad en tono jocoso...
Otro ejemplo puede ser un vídeo
abstracto que en apariencia no tenga ningún sentido ni argumento ni lógica.
Sólo un derroche de efectos e imágenes generadas por ordenador acompañadas de
algún tipo de música. Cualquier persona, al ver ese tipo de vídeo, diría:
"¿Pero qué demonios es esto?",
apartaría la vista y pasaría a otra cosa. Pero ocurre que si ese mismo vídeo es
posteado por una página de Facebook
llamada "Memes", el vídeo
automáticamente se transforma en algo gracioso porque al haber sido posteado
como un meme se ha convertido en uno. Y por tanto, de pronto el vídeo resulta
gracioso porque no tiene
sentido ni argumento ni lógica y sólo es un derroche de efectos e imágenes
generadas por ordenador acompañadas de música. Nada en el vídeo ha cambiado,
tan sólo el significado que se le ha decidido dar. Así, los memes nacen de la
nada y se reproducen creando risas que no sabemos bien cómo explicar. Después
se olvidan y dan paso a una nueva generación de memes. El meme es un concepto
en constante reciclaje, pero perdura porque debe
ser gracioso, y las fichas de ajedrez y las banderas perduran porque alguien debe ganar y alguien debe perder.
No significan nada por sí mismos, pero, gracias a nuestras elaboraciones
discursivas que convergen a través de ellos, consiguen hacernos sentir
emociones tan complejas como el miedo, el orgullo, el llanto y la risa.
Tal vez
por ello lo construyamos.
Manuel Murillo de las Heras
Enero de 2017