El camino era pedregoso y, debido a un problema con la
suspensión del coche, decidió dejar aparcado el vehículo para recorrer a pie la
distancia que restaba. Buscó la ubicación del sitio para calcular más o menos
el tiempo que le quedaba hasta llegar, pues ya atardecía tras él, pero no había
internet y, según la semiótica de su teléfono, tampoco cobertura. Julián miró
en derredor y no le extrañó; nada se veía salvo cerros, matas, un cielo que se
ensangrentaba implacablemente y el incierto camino sobre el que se hallaba. En
el camino, salpicado de piedras, romero e hinojos, no había marcas de vehículo y
tampoco huellas de ningún tipo; ni pisadas de zapato, ni heces de conejo, ni la
marca de las pezuñas de algún jabalí. Se preguntó, recordando su alergia al
polvo, cuánto tiempo haría que nadie alquilaría aquella casa rural o, aunque
nadie la alquilase, desde cuándo no irían los encargados a limpiarla. Lamentó
el peso de su mochila pues de él, bruscamente presente en su conciencia al reparar
en ello, no formaba parte mascarilla alguna. Intentó apaciguarse a sí mismo con
frases como:
-Siempre que se va algún sitio, algo se olvida, qué se
le va a hacer, hoy fue la mascarilla -. Y se sorprendió a sí mismo ante la
gravedad de su voz, pues con ella reparó en un silencio ensordecedor que no
había advertido hasta que sus palabras no lo hubieron resquebrajado. Continuó
caminando, acelerando un poco el paso. Al principio, precediéndole, su sombra
fue alargándose más y más. Luego, desapareció. Después, todo fue una gran
sombra. Sacó el móvil del bolsillo e iluminó el camino con la linterna, lo que,
paradójicamente, contribuyó a aumentar su nerviosismo en lugar de a sosegarlo. El
haz de luz tenía un corto alcance y le daba pavor mirar su final, imaginar algo
que hasta aquel momento habitó la oscuridad súbitamente descubierto por el
movimiento de su mano devolviéndole una mirada de espejos. Treinta angustiosos
minutos pasaron hasta que el camino terminó en un porche descuidado, rodeado de
higueras y limoneros. Buscó las llaves, deseando no haberse equivocado con las
indicaciones que le habían dado en la agencia, y probó. La primera de ellas
abrió la puerta. Inútilmente buscó un interruptor en la pared del interior y su
mano recorrió el gotelé, como una araña, hasta que recordó que la casa rural no
tenía electricidad. Había, sin embargo, una lámpara de gas. La activó y echó un
vistazo al interior. Se trataba de un cortijo austero. Un sofá, una chimenea,
dos ventanas, un espejo, cribas y arados salpicando las paredes, un techo de
madera y launa. Aparte del salón había un dormitorio, con una cama de
matrimonio y dos literas, y un cuarto de baño. Sin agua corriente, el agua
venía de un gran depósito que sobresalía del tejado (lo sabía porque se lo
habían dicho en la agencia) y que Julián confió en que estuviese lleno. Al día
siguiente, por la mañana, llegarían Jaime y Alicia. Les envió un mensaje:
"Ya he
llegado, las llaves funcionan perfectamente y todo parece estar en orden.
Escogisteis un buen sitio para despejarnos, no hay nada alrededor. Traed juegos
de mesa ¿vale? ¡Os espero aquí!".
Lo envió y, por supuesto, no les llegó. Ya había
olvidado que no tenía cobertura. Para no gastar más batería apagó el móvil,
apagó la lámpara y se acostó sin molestarse siquiera en lavarse los dientes,
envuelto en un deseo imperioso de que llegase de nuevo la mañana y, con ella,
la luz.
Con los ojos abiertos advirtió que se había habituado
a la oscuridad. Por la ventana sin cortinas que había sobre la cama de
matrimonio del dormitorio entraba la luz de la luna, que debía estar alta ya, y
podía distinguirlo todo, distinguía el mundo en una escala de grises. Imaginó
entonces que allí, alejado de la civilización, las estrellas debían de
contemplarse con mayor nitidez. Se levantó de la cama, cogió las llaves y salió
del dormitorio al salón. Dirigió la vista a la ventana en busca del cielo y
frente a ella vio, rígida e inmóvil, la oscura silueta de un hombre.
Un relámpago helado recorrió el cuerpo de Julián desde
el vientre hasta la nuca. La silueta estaba detenida frente a la ventana sin
realizar ningún movimiento. ¿Lo estaría viendo, o en el interior de la casa
habría demasiada oscuridad? Julián quiso echar a correr de nuevo al dormitorio,
pero sintió paralizadas sus extremidades. Luego pensó, en un arrojo de
valentía, preguntar a voces quién andaba ahí, pero su voz se quebró. Julián,
que seguía creyendo que desde fuera no debía ser advertido, comenzó a moverse con
lentitud, intentando hacer el mínimo ruido posible, pero sus tobillos y sus
rodillas parecían insistir en lo contrario. Buscó algo que pudiese utilizar como
arma y sólo encontró un pequeño cuchillo de sierra en un cajón. Se giró de
nuevo hacia la ventana; la silueta seguía allí. Los hombros a la misma altura
que antes, la distancia a la ventana era la misma. No se había movido ni un
milímetro. Se alejó de la ventana caminando hacia atrás, con el cuchillo asido
con firmeza, hasta que sus piernas dieron con el sofá. Se sentó despacio y miró
a la otra ventana que había a su lado. Tras este cristal había también otro
hombre, tan rígido e inmóvil como el primero. No pudo evitar el grito que emanó
de sus labios.
Se agazapó sobre el sofá, el cuchillo un destello
trémulo de luna, abrazándose las piernas, a la espera de algo, no sabía el qué,
pero nada ocurrió. Las siluetas permanecieron impasibles tras el cristal. Una
vez que se hubo recobrado, tras un largo rato, se levantó y buscó la lámpara de
gas. La tocó, pero no la encendió. Pasó un cuarto de hora, inmóvil él también, con
la mano sobre la lámpara, antes fría y ahora tibia, mirando a los hombres
frente a las ventanas. Al final se decidió y la prendió.
Casi volvió a gritar al hacerse la luz, pues estuvo
seguro de que se encontraría de frente con las miradas de los hombres fijas
sobre él enarbolando una expresión inescrutable y terrible, pero no fue así. Ambos
hombres le daban la espalda. Vestían un jersey de lana verde y a través de la
ventana sólo se veía de la mitad de su espalda para arriba. Julián, que ya
había sobrepasado la barrera del terror y se había adentrado en la extraña
indiferencia de la desrealización, avanzó, lámpara en mano, hacia uno de ellos.
Cuando estuvo más cerca pudo ver el corte de pelo, que era escaso y perfilaba
un pico a la altura de la nuca. Se sorprendió pensando que se parecía al corte
de pelo que llevaba siempre su padre.
Se preguntó por qué no se darían la vuelta. Sin duda,
debían haber advertido la luz que había tras ellos. ¿Hacia dónde estaban
mirando los dos? ¿Qué esperaban? ¿Qué hacían allí? Poco a poco, mientras se
realizaba mentalmente estas preguntas, el miedo volvió a anegar su cuerpo.
Valoró la opción de abrir la puerta y salir al exterior, enarbolando el
cuchillo, pero no se vio capaz. Una sensación que se incrementaba más y más,
deletérea, de sentirse observado a pesar de que le estaban dando la espalda, lo
llevó a apagar la lámpara. Debido a la habituación de sus ojos a la luz las
siluetas, por un momento, desaparecieron. Sin embargo, despacio, las nucas,
impertérritas, volvieron a emerger de las tinieblas.
Julián regresó al dormitorio y se acurrucó bajo la
manta, tapándose hasta la cabeza, con el cuchillo aún en la mano, angustiado
ante la imposibilidad de poder hacer que las horas pasasen más deprisa,
deseando tan sólo poder dormir, que la luz del alba entrase ya por la ventana,
y que Jaime y Alicia llegasen de una vez.
No lo hicieron. Cuando el medio día hubo pasado y
comenzaba a atardecer de nuevo, Julián estuvo dando vueltas por el lugar
intentando buscar un punto en el que hubiese cobertura y realizando una llamada
tras otra, pero ningún intento dio resultado. Al final, convenciéndose de que
Jaime y Alicia tampoco llegarían aquel día, pensó en irse de allí, de vuelta al
coche, y mandar las vacaciones a tomar viento. Sin embargo, entre que recogía
todas sus cosas, la noche se terminaría cerniendo sobre él al principio del
largo camino. Recordó las nucas, el pelo corto pegado al cristal, bajo la luna,
y corrió de nuevo hacia la casa.
A mitad de la madrugada, a pesar de que se había
jurado a sí mismo que no lo haría, se levantó y se dirigió al salón. Allí
estaban: estatuas de carne, pelo y tela, dándole la espalda a las ventanas, a
unos pocos centímetros del cristal. Julián, cuchillo en mano de nuevo, reunió
el valor para gritar: ¿Quiénes sois? ¿Qué queréis? Nada respondieron, tampoco
se movieron. Julián volvió a enredarse entre las sábanas, determinando que, al
día siguiente, en cuanto el sol hubiera vuelto a aparecer en escena, se iría de
aquel lugar, pero el miedo no le permitió dormir en toda la noche.
Al alba los hombres ya no estaban allí. Reunió todas
sus pertenencias en la mochila, se la colgó, cerró la puerta con llave,
abandonó el porche y comenzó a caminar. Ya llevaba diez minutos andando cuando
fue consciente de que aún agarraba con fuerza el cuchillo en su mano izquierda.
Durante todo el camino estuvo realizando llamadas, pero seguía sin cobertura. A
cada seis o siete pasos volvía la vista atrás sin detenerse. Encontró el coche
mucho más cerca de donde esperaba encontrarlo, a mitad del camino pedregoso. No
se hizo preguntas. Mejor así. Se introdujo en el coche, arrancó y aceleró para
alejarse de allí cuanto antes. El coche empezó a temblar hasta que algo, no
sabía el qué, sonó en su interior, con profundidad, como una gran roca que se
escucha caer al fondo de un pozo. Descubrió, demasiado tarde, que el volante
había dejado de responder y que los frenos tampoco parecían hacerle caso. Lo
último que vio fue un ciruelo que se aproximaba vertiginosamente hacia el
coche, desde la orilla del camino, y después todo se apagó.
Cuando despertó era de nuevo de noche. Se sentía
mareado y la frente le escocía. Palpó el interior del coche, sin ver nada. El
volante estaba viscoso. Se tocó la cabeza y descubrió un líquido caliente que
impregnó sus dedos; sangre, sin duda. Activó las luces y, a dos o tres metros
del vehículo, frente a él, pero dándole la espalda, había un hombre con el pelo
corto y con un jersey verde. Apenas lo veía, pues tenía la vista nublada y había
un ciruelo incrustado en el capó del coche. Comenzó a gritar y a girar la llave
para arrancar, pero cada intento del motor moría engullido en el silencio de la
noche. Miró por el retrovisor y advirtió, gracias a las luces traseras, que
tras el coche había otras siete u ocho personas, todas ellas de espaldas al
coche, vestidas con un jersey verde. Siguió intentando arrancar el vehículo y
de pronto se dio cuenta de que el hombre que tenía frente a él se movía.
Caminaba hacia el coche. Gritó de nuevo, horrorizado. Su horror venía de haber
advertido el movimiento de sus pies y de sus rodillas, pues éstas indicaban que
el hombre estaba caminando hacia delante, y que lo que Julián había pensado en
todo momento que debía ser su espalda era, en realidad, su pecho. El hombre
caminaba hacia delante y no tenía rostro. Su rostro era una nuca llena de pelo
corto. Miró por el retrovisor y advirtió que el resto de hombres sin rostro
estaban rodeando el coche y se pegaban ya a los cristales. Julián cerró los
ojos y gritó, gritó y gritó, y cuando los abrió de nuevo seguía gritando, pero
era de día y lo que veía no era un ciruelo, un cristal roto y una persona sin
rostro, sino que veía un techo de madera y launa. Estaba en la cama.
Se levantó. El pijama se le había pegado al cuerpo y
su sudor era frío. Intentó beber agua, pero las manos le temblaban demasiado. El
sol entraba por las ventanas, pero no era capaz de sentir calor. Al menos,
pensó, incluso aunque no haya sido una pesadilla, esas cosas sólo aparecerían
por la noche. Era el momento de irse. Salió del salón, pero no se atrevió a
girar la cabeza hacia ninguna ventana. ¿Y si aquellas criaturas seguían allí,
mirándolo sin ojos?
Cuando reunió el valor suficiente, se giró y efectivamente
la vio. Una cabeza sin rostro frente a él, contemplándolo a la luz del día. Y
entonces gritó, más desgarradoramente que nunca, pero no por la figura que
veía, sino por dónde la veía. La veía en el espejo que había entre ambas
ventanas y la cabeza sin rostro, que a sí misma se contemplaba, gritaba,
gritaba y gritaba a pesar de que no tenía boca.
Manuel Murillo de las Heras